Olga Macías, Universidad del País Vasco
En un artículo del rotativo El Noticiero Bilbaíno de 1879 se decía de las adivinadoras: Dáse este nombre en nuestras provincias del Norte a unas mujerzuelas que viven desvergonzadamente del bolsillo de los tontos ignorantes a quienes hacen creer que tienen el sobrenatural poder de adivinar lo porvenir y ver lo que no está al alcance de la vista humana1. Es más, se añadía que sus clientes no concebían la idea de preguntarse de quien habían recibido el poder tales mujerzuelas, si de Dios o del diablo, cosa lógica, puesto que si los que consultaban a estas pitonisas fueran capaces de concebir esta idea no irían donde ellas. Las adivinadoras no eran un fenómeno de las provincias del Norte, aunque con otros nombres, se conocía su presencia no sólo en el resto de las provincias de España, sino también en el extranjero. No faltaban, pues, embaucadoras que a cuenta de su villano oficio vivían de gentes soberanamente tontas, que si alguna disculpa tenían estas primeras era el providencial castigo de la necedad de sus clientes por creer en ellas y por pagarlas.
En el artículo anteriormente citado se constataba que en los últimos tiempos se había multiplicado de un modo extraordinario en Bilbao este tipo de industria. Se indicaba, que la causa principal de este auge no era otra cosa que la estupidez de aquellos que soltaban el dinero a cambio de un embuste, que por desgracia solía traer consigo hondas enemistades y disturbios entre vecinos y, aún, entre individuos de una misma familia. Así pues, se tenían noticias de un pacífico y honrado matrimonio cuya desunión y desgracia sobrevino como consecuencia de haber tenido la esposa la debilidad de consultar a una adivinadora sobre la fidelidad de su marido. Del mismo modo, surgió una profunda enemistad entre dos familias labradoras que habían vivido siempre en la mayor armonía. Ambas familias tenían cada una de ellas un hijo respectivamente en América, y al consultar una de ellas a una adivinadora sobre su vástago, del que hace tiempo que no tenían noticias, ésta les dio a entender, con los rodeos y nebulosidades que forman parte de su táctica, que el ausente tenía en América por enemigo precisamente al que debía ser su mejor amigo. La familia que consultó a la vidente dio por supuesto que el hijo del vecino era el enemigo de su hijo y, de ahí, surgió la enemistad de las dos familias.
Lo que más llamaba la atención del redactor de El Noticiero Bilbao, era que la clientela de estas adivinadoras estaba compuesta, en lo que se refiere a las creencias religiosas, por los dos polos opuestos. Los había que sin creer ni en Dios ni en el diablo consultaban a una sibila para saber quién le había robado el gato, o aquellos que siendo más creyentes que lo que la Santa Madre Iglesia mandaba creer, no dudaban en consultar cada vez que se les perdía algo o deseaban saber cualquier nimiedad. ¿Qué idea de Dios tenían estas gentes que le suponían capaz de delegar su poder y su sabiduría en estas miserables mujerzuelas?, se preguntaba el redactor y, añadía, que si era el diablo el que revelaba a éstas el porvenir o lo oculto, ¿qué religión era la suya? En un plano más material el cronista apuntaba que si las autoridades perseguían el juego, el fraude y la estafa, no encontraba razón para que no persiguieran también a las llamadas adivinadoras, doblemente criminales, por cuanto unían a la estafa la perturbación de la paz y la armonía de las familias.
Lejos de reducir este tipo de actividades nigrománticas, éstas fueron en aumento y las adivinadoras fueron extendiendo sus prácticas por otros puntos de Vizcaya. En 1864 el corresponsal de El Noticiero Bilbaíno en Ortuella denunciaba la punible tolerancia que en la zona minera tenían las autoridades con esas falsas profetizas llamadas adivinadoras que viven del engaño y de la farsa. Se indicaba, que algunas cuantas de estas videntes habían estado unos días en Ortuella ejerciendo su oficio y que, como resultado de sus trabajos, se habían llevado no pocas pesetas a cambio de mil necedades y patrañas que habían hecho creer a los incautos como verdades de fe. Consideraba el reportero que esto no dejaba de ser un género especial de timo, y que tales prójimas eran unas verdaderas timadoras. Conminaba a las autoridades a que les hiciera comprender a las adivinadoras lo ilícito de su industria y que se aplicara sobre ellas todo el rigor de la ley, a fin de que viviesen como Dios manda2.
Con el tiempo, la sofisticación y el refinamiento llegaron también al campo de las adivinadoras. En los periódicos de Bilbao de 1905 aparecían anuncios como el siguiente3: Madame Olga. Sonámbula. La renombrada por sus trabajos de clarividencia por magnetismo personal. Consultas sobre el presente, pasado y venidero, de nueve de la mañana a ocho de la noche. Santa María, núm. 1, 2º derecha. Sin embargo, la mayoría de las adivinadoras utilizaban como publicidad el boca a boca, en el que se hacía referencia a prodigiosos aciertos en sus vaticinios. No había mejor reclamo ni garantía para aquellos clientes deseosos de consultar sus servicios. En 1912 en El Liberal de Bilbao se decía que en esta villa las echadoras de cartas eran legión4y por primera vez se hacía referencia en un artículo periodístico al instrumento de trabajo de estas mujeres. Se trataba de la utilización de los naipes, bien en su versión de la baraja española o en su vertiente más esotérica del tarot. Para este reportaje, el cronista realizó un periplo por las zonas más populares y populosas de Bilbao, el Casco Viejo y Bilbao La Vieja, en búsqueda de echadoras de cartas. Del autor de este trabajo conocemos su pseudónimo, El Intruso, y en su indagación contó con la compañía de su amigo y pintor vitoriano todavía en ciernes Gustavo de Maeztu5. Ambos se lanzaron a la búsqueda de alguien que les podría informar donde encontrar a alguna echadora de cartas que les ilustrara en su arte y les hablara sobre su clientela.
De este modo, comenzaron su andadura y el primer paso fue internarse en el Casco Viejo de Bilbao y acercarse hasta un zapatero del que había oído el periodista que mantenía muy cordiales relaciones con algunas echadoras de cartas. Llegados a la garita del zapatero le preguntaron si podía indicarles el domicilio de alguna echadora de cartas. La repuesta fue tajante, el zapatero contestó que no conocía a semejantes personas y que, aún conociéndolas, no daría a nadie las señas de sus domicilios, puesto que consideraba que a casa de esas bribonas, de esas embaucadoras no debía ir nadie. Es más, no dudaba en afirmar que a celestinas y a echadoras de cartas las quemaba yo vivas en la plaza pública. Aún así, remitió al cronista y a su compañero donde un memorialista que solía escribir las cartas a las criadas de servicio. Llegados al cuchitril donde el memorialista estaba dormitando sobre su escritorio, éste le contestó en el mismo sentido que el zapatero: No se nada, y aunque lo supiera... Yo en conciencia, no puedo enviar a nadie donde tales embaucadoras. A pesar de esta evasiva, la esposa del memorialista le indicó al periodista la dirección de una mujer que decían que era curandera y adivinadora. El reportero y su amigo siguieron preguntado por algunos establecimientos de las Siete Calles, donde averiguaron los domicilios de varias brujas, echadoras de cartas y curanderas. Pero en todas las partes les decían lo mismo: seguramente no les recibirán a ustedes, con eso de Barcelona, andan muy escamadas. Se referían a los crímenes de la echadora de cartas Enriqueta Martín. Esas gentes, le decían al periodista, no son trigo limpio.
Por fin, se encontraron frente a frente con una de las más famosas echadoras de cartas de Bilbao. La conocían como tal en toda la calle y les refirieron algunos de sus maravillosos casos de adivinación. La echadora de cartas, de luto, vieja, alta y de miembros enjutos, les recibió en una modesta salita. Después de presentarse como periodistas, éstos le insistieron en que no viese el menor peligro en ellos, puesto que no eran policías ni estaba en su ánimo delatarla. La mujer negaba que se dedicara a echar las cartas, aunque reconocía su condición de curandera. A lo más, recordaba haber ido a consultar donde una echadora, una tal Satur, que ya murió. Ante las preguntas del reportero, recordó que las cartas que utilizaba esta adivinadora eran cartas corrientes, aunque más pequeñas que las que se usaban en el juego y que formaba con ellas varios montones. En ese momento entró la sobrina de la curandera, que reconoció al periodista. Ésta también sostenía que su tía no se dedicaba a echar las cartas y que lo único que hacía era suministrar a algunos amigos unos pegados, que eran muy buenos par los riñones. Estos parches, según la curandera, los confeccionaba con un mejunje rojo cuya receta se la dio un doctor y cuyos ingredientes los adquiría en la botica.
Una vez que dejaron la vivienda de la curandera, el reportero y su colaborador se dirigieron a una vieja casa de las Siete Calles. Llamaron a la puerta y les abrió una mujer desgreñada y sucia, fea como un demonio, bigotuda y con unos pelos rebeldes y puntiagudos en el mentón. Después de reconocer que se dedicaba a echar las cartas, y ante la desconfianza inicial, esta mujer, se prestó a contestar las respuestas del periodista. Afirmó, efectivamente, que era vascongada, que su clientela estaba formada por aldeanos y así, y que estaba soltera. Ante la solicitud de El Intruso de que le echara las cartas, la adivinadora le indicó con recelo que ella no utilizaba el método de las gitanas, ni tampoco el juego menor, sino el juego mayor. Visto que no conseguirían su objetivo de que les echaran las cartas, el periodista y su acompañante se despidieron de la bruja y decidieron dirigirse a una calle de los barrios altos de Bilbao. Allí fueron recibidos por otra adivinadora, esta vez en una elegante sala, presidida por un retrato de su difunto marido, al que el cronista conocía, aunque no indicó de qué. Esta mujer también negaba que se dedicara a echar las cartas, es más, se preguntaba: ¿Qué persona con sentido común puede creer en semejantes patrañas? Aún así, no dudaba en admitir que practicaba ciertas curas basándose en libro que mostró a los visitantes y que tenía como título Tratado de higiene doméstica.
Llegados a este punto, y vistas las dificultades que el periodista y su colega encontraban para encontrar una echadora de cartas que hablase, decidieron tomar este asunto como una cuestión de amor propio. Uno tras otro, visitaron los domicilios de más de quince echadoras de cartas, pero en todas las partes obtenían la misma respuesta: ¡Jesús, desde que yo, pobre de mi, no me dedico a eso!, o bien, malos quereres, señor, malos quereres. De sus pesquisas habían llegado a la conclusión que si el número de brujas, curanderas y echadoras de cartas en Bilbao era considerable, el de incautos era infinito. A las consultas solían acudir gente de todas las clases sociales: desde la encopetada dama, hasta la inquieta costurera y la sencilla aldeana. Algunas echadoras de cartas llegaron, si no a enriquecerse, sí a labrarse una vida cómoda, pues recibían en su consulta más de dos docenas de clientes diarios.
Por fin encontraron a una echadora de cartas que se avino a colaborar con el periodista. Éste la definió como muy lista, perspicaz y graciosa y, además, añadía que se expresaba con bastante corrección. La adivina les dijo que el oficio estaba bastante deshonrado por gentes sin conciencia, que lo mismo echaban las cartas, que aplicaban un mejunje, que facilitaban ciertas medicinas con fines criminales. En cambio, se quejaba de que solo se perseguía a las que se ganaban la vida honradamente, traduciendo el significado de las cartas a las personas que confiaban en su virtud. Después de hacer alarde de sus éxitos como adivinadora, se ofreció a echarles las cartas. Utilizaba el método de Etteilla, basado el libro de Thot, cuyos orígenes había que buscarlos en los egipcios y en los griegos. En cuanto al perfil de su clientela, la echadora les comentó que iban a consultarla toda clase de personas, si bien, el mayor contingente estaba formado por aldeanas, criadas de servicio y las costureras. Tampoco faltaban señoras aristocráticas, que solían llamarla a sus domicilios. Generalmente, sus clientas le consultaban por el porvenir, aunque una de las cuestiones que más se repetía, sobre todo en las señoras acomodadas, era la fidelidad de sus maridos. El reportero y su compadre, después de escuchar los favorables vaticinios de la echadora sobre sus respectivos futuros, se dieron por contentos con las explicaciones que ésta les dio y decidieron dejar aquí sus indagaciones. Sin embargo, cuál no sería la sorpresa del periodista al encontrarse al día siguiente en la redacción con la visita continua de un elevado número de echadoras de cartas que fueron a solicitarle que no publicaran su nombre o su dirección, puesto que las perjudicaría grandemente.
En Bilbao, esta industria de la videncia y del curanderismo caminaron juntas y crecieron de tal manera que en 1920 las autoridades emprendieron una campaña para acabar con este tipo de negocios y extirparlos de raíz6. Se dio paso a detenciones casi diarias de mujeres que se dedicaban a tales manejos y se les ponía a disposición del gobernador. Aún así, las echadoras de cartas continuaron con sus actividades. Estaban las adivinadoras corrientes, las de dos pesetas la visita y, también, las prosopopéyicas, que se envolvían con un halo de misterio y esoterismo. Todas ellas contaban con una gran parroquia y es que la curiosidad es inherente a la naturaleza humana, razón que nos conduce a la pervivencia de estas ancestrales prácticas en nuestra sociedad actual, con nuevos aires más acordes con los tiempos.
1El Noticiero Bilbaíno, “Las Adivinadoras” (14 de noviembre de 1879)
2El Noticiero Bilbaíno, “Carta de Ortuella” (16 de abril de 1884)
3El Noticiero Bilbaíno, “Anuncios preferentes” (11 de marzo de 1905)
4El Liberal, “Información de El Intruso. Brujas, curanderas y echadoras de cartas. Cómo se explota en Bilbao la candidez de las gentes” (2 de abril de 1912)
5Gustavo de Maeztu provenía de una familia de amplias inquietudes intelectuales. Era hermano de los escritores Ramiro de Maeztu y María de Maeztu.
6El Pueblo Vasco, “Las Adivinadoras” (23 de diciembre de 1920) y El Liberal, “La mala semilla. Detención de dos echadoras de cartas” (23 de diciembre de 1920).
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