Entre
los espacios para la sociabilidad en la sociedad tradicional habría
que citar en primer lugar las iglesias y ermitas. A las primeras
se acudía, amén de a realizar innumerables prácticas
piadosas, a ver y a ser visto, a establecer contactos discretos,
a comentar con otros vecinos, tras los oficios, la actualidad local...
Buena parte de los contactos sociales, las amistades e incluso los
matrimonios se fraguaban en el contexto de la inexcusable asistencia
a los templos. En éstos, además, tenían su
sede las cofradías, por lo común en torno a una capilla
o altar en donde se celebraban los actos conmemorativos de la hermandad.
Las ermitas eran lugar de confluencia de las poblaciones para determinados
actos, como conjuros y rogativas, pero muy especialmente para la
conmemoración del patrón en su romería anual.
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Romería en Orozko (Vizc.) según
acuarela de José Arrue. |
Las romerías tenían el atractivo de que se
realizaban en puntos poco controlados por las autoridades, por lo
que se erigían en espacios de relativa libertad, muy apreciados
por las masas populares. Por supuesto, la romería tenía,
además del componente religioso, otro estrictamente social
sustanciado especialmente en el banquete o merienda y el baile.
Por si fuera poco, bastantes de las actividades religiosas que tenían
lugar ya en las iglesias, ya en las ermitas, ya en otros espacios
públicos, eran nocturnas en el total o en parte de su desarrollo.
Rosarios de la aurora, vigilias, el largo camino de ida o vuelta
de las romerías, transcurrían muchas veces entre dos
luces o en las más completas tinieblas.
En una sociedad en la que las relaciones entre sexos distintos
estaban fuertemente limitadas y vigiladas, estos espacios, a duras
penas controlados y tolerados, se estimaban en lo mucho que valían.
Hasta, más o menos, la segunda guerra carlista las romerías
mantuvieron una impronta tradicional, en cuanto a las formas, instrumentos
y ritualidades que convergían en ellas, si bien, la presión
de los sectores más rigoristas había logrado introducir
a lo largo de los siglos XVIII y XIX una serie de trabas y limitaciones
en orden a un desarrollo más "moral" y circunspecto.
A partir de entonces las romerías empezaron a incorporar
nuevos instrumentos musicales, especialmente el acordeón,
nuevos ritmos y bailes, a la que vez se "urbanizaban"
a ojos vista, con la peregrinación masiva a las mismas de
sectores urbanos, tanto burgueses como obreros. Hasta la guerra
de 1936 siguieron siendo la expresión más prístina
de la sociabilidad de las masas, si bien ahora adecuadas a la nueva
distribución de los diferentes sectores sociales. Las romerías
constituyeron uno de los espacios, pero no el único, dedicado
a una de las actividades de ocio y relación social preferidas
por todos los grupos sociales, como era el baile. En los ámbitos
populares, tenía éste lugar además en las plazas
públicas, convenientemente vigilado por los alcaldes o sus
delegados. Entre, más o menos, 1720 y 1840 las danzas populares
sufrieron un continuo ataque por parte de los sectores más
rigoristas, en un vano intento por erradicarlas o al menos, por
someterlas a una radical segregación por sexos. Las misiones
dirigidas por célebres predicadores como Dutari, Calatayud,
Palacios, Mendiburu, Cardaveraz, Añibarro,
se centraban
con frecuencia en aspectos morales que inevitablemente desembocaban
en la demonización de los bailes populares mixtos y la necesidad
de suprimirlos o al menos reformarlos.
Las cofradías, asociaciones de laicos que constituían
uno de los vehículos privilegiados para la participación
de los grupos sociales subalternos en la vida pública, eran,
desde luego, uno de los foros primordiales de expresión de
la sociabilidad. Aparte de los actos piadosos (misas, rosarios,
procesiones) que con más que mediana frecuencia promocionaban
y que servían además para reforzar los lazos solidarios
de los hermanos, organizaban otras de tipo profano: juntas y banquetes
anuales y festejos bien ligados a la conmemoración del patrono,
bien a cualquier otra circunstancia digna de ser celebrada. No era
extraño que en estas celebraciones se incluyesen novillos
ensogados, fuegos artificiales, cucañas, bailes y otras formas
de diversión.
Estas hermandades cuyo fin primordial era el de reforzar la solidaridad
entre los cofrades, a los que unía algún género
de vínculo (profesional, piadoso, de estado o edad), procuraban
servir para mantener y aumentar la concordia y el apoyo, sobre todo
en casos de desgracia o desasistencia, especialmente la enfermedad,
la pobreza y la muerte. Habida cuenta del crecidísimo número
de cofradías existentes (en Pamplona más de 100, unas
45 en Vitoria, alrededor de 30 en Oñati) hasta bien avanzado
el siglo XIX, tanto los funerales y misas organizados, por una parte,
como las meriendas y festejos, por otra, se daban con una frecuencia
notable, multiplicándose las ocasiones de relación
entre los cofrades.
Las autoridades intervinieron poniendo coto a las expansiones estrictamente
profanas organizadas por las cofradías, por lo que para el
siglo XVIII, esta parte de la sociabilidad cofraderil se había
visto muy mermada. Cuando en 1783 los banquetes anuales de las cofradías
fueron prohibidos, la decadencia de estas instituciones se agudizó
extraordinariamente. Las desamortizaciones socavaron su ya precaria
base económica y desde la década de 1840 el colapso
de las cofradías se generalizó.
En el ámbito de las villas y ciudades de cierta entidad
urbana, además de las cofradías existían otros
ámbitos de sociabilidad y de integración de los medios
populares en la vida pública: los barrios o vecindades.
Con el progresivo refuerzo de los regimientos y la correlativa progresiva
debilidad de los concejos abiertos, la vecindad se erige en el medio
de intervención y control por excelencia por parte de los
poderes públicos para con los vecinos. Se trataba de un sistema
de vigilancia en orden a presupuestos morales y de convivencia armónica,
que procuraba evitar los pleitos, las desavenencias matrimoniales,
las pendencias entre vecinos y que mediante un código de
"buena vecindad" procuraba que los conflictos quedasen
solucionados en el nivel de la vecindad sin dar lugar a intervenciones
locales o incluso supramunicipales, siempre más enojosas
y caras. La vecindad, además, servía para organizar
y canalizar la participación popular en festejos, procesiones,
e incluso para organizar la resistencia vecinal en caso de emergencia.
En Vitoria, por ejemplo, funcionaron entre 21 y 23 vecindades. San
Sebastián, estuvo desde 1769 dividida en ocho barrios. En
Bilbao a comienzos del siglo XIX se distinguían seis barrios.
Pamplona históricamente contó con diez barrios.
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Feria. Mercado de Tolosa (Guip.) en la segunda
mitad del siglo XIX. Grabado de Pannemaker para la obra de Juan
Mañé y Flaquer El Oasis. Viaje por el país
de los Fueros, del año 1878 |
Un espacio en principio estrictamente económico como el
de las ferias y mercados constituyó desde siempre
una de las expresiones favoritas de la sociabilidad popular. Con
ocasión de las mismas se organizaban corridas de toros o
al menos novillos ensogados, bailes y cantidad de actividades complementarias
a la central de compraventa de ganado, herramientas o plantas. Tradicionalmente
algunas de estas ferias, hasta prácticamente la guerra de
1936, sirvieron de mercado matrimonial entre los padres que establecían
los contratos entre los futuros contrayentes que en ocasiones ni
se conocían; los escribanos no daban abasto para poder levantar
acta de los acuerdos a los que se llegaba. En algunas romerías
pasaba lo propio. Así pasaba, por ejemplo, en la feria del
Santo Ángel de Irurtzun o en las romerías de San Babil
de Sangüesa o de Santa Felicia de Labiano. En el sector artesanal,
los gremios y cofradías profesionales ofrecieron un espacio
análogo de contacto y relación que frecuentemente
se resolvía en estrategias matrimoniales que contribuían
al mantenimiento de sagas profesionales absolutamente endémicas.
Podemos decir, por otra parte, que la sociabilidad popular cotidiana
segregada de mujeres y hombres se articulaba entorno al agua y al
vino, respectivamente. En efecto, uno de los puntos de reunión,
comentario, información y cierto relajo para criadas, lavanderas,
aguadoras y mujeres de clases subalternas en general, eran las fuentes
y lavaderos, tanto de los pueblos como de las ciudades. Los
hombres se reunían en tabernas, txakolís
y sidrerías, tanto mejor en estas dos últimas
que en las primeras al estar en puntos más apartados y por
lo tanto de más precaria vigilancia por parte de las autoridades.
En estos espacios de relativa libertad se refugió el bertsolarismo,
cuando en el siglo XVIII llegó a estar fuertemente vigilado
y perseguido.
Por lo demás, las tertulias populares, llamadas
en vasco bigiriak, en la Navarra media trasnochas y corrales y en
Bilbao cuarteles, reunidas bajo capa de alguna actividad laboral
(como el desgranado del maíz) o sin ninguna disculpa, que
podían integrar conversaciones, narraciones, cantos e incluso
bailes, estas tertulias, digo, proliferaban por doquier. En torno
a los puntos nodales de los ciclos festivos agrarios rara vez faltaban
motivos para organizar pruebas y apuestas de los que desde finales
del siglo XVIII empiezan a conceptualizarse como deportes, pero
que emergen de la actividad laboral sustanciada en términos
de desafío: cortes de troncos, regatas de traineras, pruebas
de bueyes, etc. Dos actividades lúdico-deportivas se
llevan la palma en el interés de los vascos de la segunda
mitad del siglo XVIII y de todo el XIX: la pelota y los toros.
Hasta esta época apenas había frontones que pudieran
caracterizarse como tales, jugándose al amparo de lienzos
de murallas, paredones de iglesias, etc. En las últimas décadas
del XVIII la proliferación de juegos de pelota, abiertos
y cubiertos, es extraordinaria, convirtiéndose Euskal Herria
en un foco de excelentes jugadores y llegando a ser este juego un
elemento identitario de primer nivel.
En cuanto a los toros, en todas su variedades: corridas
con o sin muerte del animal, novillos ensogados, encierros, constituían
el elemento imprescindible para dignificar cualquier celebración
que se preciase: fiestas locales, patronos y muy especialmente los
fastos de la monarquía (partos reales, coronaciones, visitas
regias, etc.). Hasta las décadas de 1840-50 el lugar casi
único para la celebración de lidias de toros eran
las plazas mayores, convenientemente adecuadas para la ocasión
mediante la erección de tablados y cercados efímeros.
Así, por ejemplo, se hizo siempre en la Plaza del Castillo
de Pamplona para celebrar las corridas de las fiestas patronales
de julio. Cuando las desamortizaciones empiezan a dejar espacios
públicos en las tramas urbanas adecuados a la erección
de edificios y servicios colectivos, en muchos casos uno de ellos
será una plaza destinada a estas celebraciones. Por seguir
con el ejemplo de Pamplona, tras la primera guerra carlista y las
primeras desamortizaciones en el plan de renovación urbana
que se acometió, uno de los elementos que se abordó
fue la erección de una plaza de toros inaugurada en 1844.
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Teatro neoclásico de Bilbao, construido
entre 1833 y 1844. Pasó a manos municipales en 1845,
siendo derribado en el verano de 1886. |
El teatro también fue ámbito de sociabilidad
popular que contó con cierto arraigo en el País. Por
una parte el teatro representado por los propios vecinos, heredero
de viejas fórmulas medievales de la dramaturgia religiosa,
que arraigó con fuerza en algunas zonas de Euskal Herria,
especialmente en Zuberoa con las denominadas Pastoralak o Trageriak.
Por otra, las comedias representadas por compañías
profesionales tanto en tablados improvisados como en locales estables,
más de lo primero que de lo segundo. De hecho hasta épocas
muy tardías pocas fueron las localidades que contaron con
"casas de comedias". Pamplona tuvo la suya en 1608, Tudela
en 1623, pero Bilbao tuvo que esperar a 1799 para tener un teatro
estable.
En cuanto a la sociabilidad de las clases dominantes se organizaba
en el siglo XVIII en torno a instituciones como la tertulia,
el "chischiveo" o el sarao. Todas ellas se desarrollaban
en espacios estrictamente privados, los salones de las casas y palacios
de los burgueses, nobles y en algunos casos de eclesiásticos.
La tertulia aristocrática hay que entenderla como un espacio
para el ocio restringido en el que intervienen la conversación,
el juego, el baile, las interpretaciones musicales y las representaciones
dramáticas. La difusión del pensamiento ilustrado
en Euskal Herria está íntimamente vinculada a esta
red de tertulias de las familias de notables. La mutua visita y
asistencia a las periódicas tertulias constituía así
una de las bases de relación social de estos grupos sociales.
En cuanto al género dramático aristocrático
por excelencia, bien para ser representado en casas particulares
en sus versiones más livianas o bien en aforos públicos,
es el de la ópera. Hasta la década de 1850 se mantiene
la supremacía de este género en los nuevos salones
de teatro recién inaugurados. Luego, se produce una fuerte
decadencia de la ópera, correlativa a la de la propia
clase social que lo sustentaba, orientándose las emergentes
clases medias y populares hacia la zarzuela, que triunfará
de forma absoluta entre más o menos 1860 y la guerra civil
de 1936. Por otra parte, de la misma manera que los espacios económicos
populares (ferias) servían para el mercado matrimonial y
la sociabilidad popular, en el caso de los comerciantes y burgueses
los espacios económicos por ellos controlados, Consulados
especialmente, cumplían una función análoga.
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Casino Indo, de San Sebastián, posteriormente
Gobierno Civil de Guipúzcoa. |
Las elites aburguesadas de las décadas siguientes a la de
1850 experimentaron un importante cambio en cuanto a sus ámbitos
de sociabilidad. En primer lugar, el paseo, actividad tradicional
que se había visto reducida a espacios limitados y poco apropiados,
se convierte ahora, cuando los planes de renovación urbana
prevén la erección de plazas, bulevares y jardines
adecuados a esta actividad, pasa a convertirse en uno de los foros
de ostentación y representación pública más
convencionales. Por otra parte, las viejas tertulias domiciliarias
pasaron a desarrollarse a un ámbito público, semipermeable,
de gran interés: los cafés. Su precio no permitía
el acceso generalizado de la población pero estaban abiertos
a la presencia de cualquiera que pudiera pagarse la consumición.
Los primeros cafés aparecen en Euskal Herria, en Baiona y
Donostia, en las últimas décadas del siglo XVIII,
pero es a partir de la finalización de la primera guerra
carlista cuando se difunden por villas y ciudades en número
extraordinario. Para 1869 había en Bilbao 13 de estos locales.
Además de ser lugar de tertulia y lectura de prensa, se jugaba
(al billar, dominó,
) e incluso se celebraban bailes,
conciertos y representaciones teatrales en ellos. Desde su origen
son espacios de relativa libertad en donde se exponen ideas políticas
o sociales, donde se reúnen grupos de presión, sociedades
patrióticas, etc. Por otra parte, además de los cafés,
hubo otros escenarios semiprivados en los que florecieron tertulias,
más o menos politizadas, en número relativamente importante:
sobre todo las reboticas y las trastiendas de las
librerías. Posteriormente, hacia las décadas de 1860-70
los grupos sociales dominantes empiezan a sentir la necesidad de
restringir el acceso a sus espacios de ocio y de los mismos cenáculos
de los cafés surgen otras instituciones en las que se ingresa
pagando una cuota y cumpliendo una serie de características
y limitaciones: ateneos, casinos, círculos,
Obviamente su carácter restrictivo hace que existan muy pocos,
dos o tres como máximo en las ciudades y al menos uno hasta
en pueblos de corta población.
Paralelamente, la pequeña burguesía e incluso las
clases populares en las últimas décadas del siglo
XIX se incorporaron a un fenómeno de sociabilidad similar,
tanto en cuanto al desarrollo de las tabernas, sidrerías
y txakolís, como en la promoción de círculos,
por lo general adscritos a algún movimiento ideológico,
como las "casas del pueblo" socialistas, los "batzokis"
nacionalistas, los "círculos carlistas",
los "ateneos libertarios" o los "casinos
republicanos".
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Balneario de Urberuaga, en Ubilla (Vizc.) (Fot.
R.Z. Arch. Museo S. Telmo). |
Volviendo a las elites, desde la década de 1850 se vieron
éstas inmersas en un interesante y nuevo fenómeno,
precursor del futuro turismo: el de los balnearios. En el
contexto de auge del higienismo y valoración, tanto de los
baños y las tomas de aguas, como del montañismo, surgen
por doquier establecimientos para este ocio higiénico que
acaban convirtiéndose en focos de atracción de veraneantes,
que acuden en cantidades cada vez más notables. Biarritz,
Donostia, Lekeitio,
van a convertirse en el punto de confluencia
veraniega de políticos, diplomáticos, artistas, comerciantes,
no sólo de los estados español y francés, sino
de media Europa. En Euskal Herria, entre 1860 y 1914 llegan a funcionar
entre 50 y 70 establecimientos balnearios. No es raro ver pasear
por las inmediaciones de estos establecimientos a la emperatriz
Eugenia de Montijo, a Bismarck, a Becquer, o a cualquier príncipe
ruso con su nutrido séquito.
En resumen, de una sociabilidad dieciochesca marcada por la iglesia,
la privacidad doméstica y los vínculos familiares,
que integraba "naturalmente" a los individuos en instituciones
como las vecindades o cofradías, se pasará tras la
primera guerra civil a un género de sociabilidad más
politizada, marcada por la voluntariedad de los individuos a la
hora de incorporarse o no a las cada vez más diversificadas
formas de relacionarse con el resto de los miembros de su comunidad.
BIBLIOGRAFÍA
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Juan Madariaga Orbea,
Universidad Pública de Navarra
Fotografías: Enciclopedia Auñamendi |