Se
llamaba Miguel. Lo recuerdo muy bien. Serio, parco, sentado junto
los macetones floridos, perdido en sus recuerdos. Boina, alpargatas
blancas acordonadas, bastón y saco de verano sobre una camisa
bien abotonada.
Por las tardes, solía ubicarse en un sillón de mimbre
sobre el patio adoquinado, donde hacía tiempo habían
dejado de pasar los carros de su reparto de leche.
Los nietos temíamos su gesto y con nuestras travesuras provocábamos
un enojo acaso fingido. Entonces sus manos, grandes y nudosas agitaban
el aire imponiendo silencio.
Me atrajeron siempre su actitud solemne y su mirada, que podían
ser más elocuentes que las palabras.
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Aitona, 1957. |
Había nacido en el caserío Leku Ona de Legazpia,
en un frío día de diciembre de 1875. Miembro de una
numerosa familia, trabajó una tierra que poco daba y luego
de ser convocado a filas para luchar una guerra que sintió
ajena (la de Cuba), inició la aventura de América.
Fue parte de esa extensa diáspora en la que los vascos se
dispersaron por el mundo huyendo de guerras, en busca de aventura,
gloria o mejoras económicas.
En 1898 se afincó en Buenos Aires, donde se casa con una
bella muchacha de Irún (abuela que no conocí), que
viajó sola a encontrarse con quien sería su marido.
Al año siguiente tienen su primer hijo.
Iniciado el siglo, se trasladó a La Plata donde establece
su familia bajo el principio de la autoridad y el respeto.
Enviudó joven y no volvió a casarse. En lugar de
ello llegaron a Argentina dos hermanas de su esposa para hacerse
cargo de la atención de nueve niños y del manejo de
la casa. Aún cuando formaran más tarde sus propias
familias, qué historia la de estas mujeres que dejaron su
tierra para brindar afecto a hijos ajenos...
La vida del aitona estuvo signada por el trabajo. Como muchos vascos
centró su actividad en la explotación tambera y en
la distribución de leche, que en su época se hacía
casa por casa. Fue de los primeros en abandonar el tradicional carro
y utilizar un pequeño camión que conducía un
vasco joven que le llamaba "amo".
Abrió su casa, para todos aquellos que como él arribaban
deslumbrados a una tierra que ofrecía paz y trabajo.
Recuerdo especialmente a sus amigos (que le llamaban "ogi
goxoa", pan dulce) cuando llegaban puntualmente una o dos veces
al mes de las zonas rurales cercanas.
Venían a la ciudad a realizar sus compras y luego se reunían
en un almuerzo. No recuerdo a ninguna mujer participando de esos
encuentros.
Entonces, se ponía la mesa grande de madera blanca bien
cepillada, con algún mantel importante y la mejor vajilla.
Las hijas cocinaban y los hombres se daban tiempo para el ocio y
la información. De haberlas, las cartas se leían una
y otra vez. Conservo algunas de ellas donde se cuenta lo propio
y lo ajeno en un esfuerzo por hacer sentir cercano al que estaba
lejos.
Asombra pensar cuán enterados estaban de lo que sucedía
en sus pueblos de origen. Bodas, bautizos, muertes, altibajos o
éxitos económicos, política, todo era motivo
de comentario.
El tiempo pasó y los negocios del abuelo prosperaron.
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Caserío Leku Ona, 1997. |
Volvió varias veces a su pueblo para cuidar intereses y
restablecer lazos debilitados. Allí era el "indiano",
el que había ido a las Américas y regresaba de traje
oscuro y reloj de oro en el chaleco.
A su vuelta, imponía una disciplina deslucida por su ausencia.
Especialmente a los hijos varones.
Contaba mi madre que cuando quería mostrar su enojo, calzaba
su txapela hacia atrás. Era un claro mensaje que expresaba
el estado de su humor. Y esto sucedía generalmente para Carnavales
u otras fiestas a las que sabía que sus hijas deseaban concurrir.
Invariablemente se negaba, pero siempre había alguien que
intercedía por ellas. Muchachas llenas de vida que no podían
entender sus hoscos silencios.
Ya mayor, salía poco. Sólo nos visitaba para Navidad
o Reyes (de rancho y saco de lustrina) dejando una moneda en la
mano de los más pequeños. Su casa era el lugar de
reunión de hijos y nietos.
Era una casa grande, antigua, con una entrada adoquinada que originalmente
fuera para carros, un pequeño jardín en el frente
y un enorme terreno con gallinero, huerta y árboles frutales
en la parte trasera.
Del jardín recuerdo el jazmín del cabo, cuyas flores
se afanaba por cortar en cuanto llegábamos, para brindarlas
en apretado ramo.
De la huerta, un ciruelo que daba frutos amarillos y una higuera
enorme cuyas brevas eran la pasión de mamá.
En esa casa permanecería toda su vida. En esa casa ya muy
anciano, moriría.
Allí compartí largas tardes de domingo de obligada
visita. Juegos y peleas con los primos, la interminable conversación
de las tías y una enorme cantidad de preguntas que no se
hicieron.
Como muchos de los inmigrantes que poblaron mi país tuvo
el coraje de aceptar el desafío de integrarse a una sociedad
nueva y vivir en ella.
No se nos ocurrió pensar en sus dificultades ni entendimos
de su esfuerzos para asentarse en medio de otro pueblo.
Desconocimos su sentir al cambiar sus montes, sus valles, sus nieblas
por una tierra plana desde donde podía ver el horizonte.
Nunca preguntamos que pensó al mirar por las noches un cielo
poblado de estrellas ajenas.
A medida que sus hijos se dispersaban y que nosotros crecíamos,
se fue quedando solo. Y un día igual a otro, pudimos hablar.
Descubrí un abuelo desconocido que podía reir y bromear.
El hombre adusto se fue transformando en conversador amable.
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Caserío Leku Ona, 1997. |
Yo le hablaba de libros que hablaban de su pueblo y él ponía
color y ritmo a mis imágenes para que tuvieran vida propia.
Conmigo, el tema era su país, con mi hermano, la guerra de
Cuba. Sin darse cuenta fue transmitiendo aquello que atesoraba.
Somos una familia de lejanías. Mi único hermano vive
desde hace mucho tiempo en Estados Unidos. Mi hija pasó una
importante etapa de su vida en Italia y de hecho tengo una nieta
italiana.
El año pasado estando de visita en casa de mi hermano, una
conversación de sobremesa derivó en el tema de los
motivos que habrían impulsado al abuelo a viajar a Argentina.
Nos dimos cuenta que sustentábamos ideas diferentes, que
sólo conocíamos fragmentos de su vida y que cada uno
de nosotros tenía de él la imagen que quería
tener. Urgía la necesidad de completarla, de rehacerla, tal
vez para asirnos a esa raíz común que nos acerca no
en el espacio que se nos niega, sino en el tiempo y el recuerdo.
Nunca pensamos que una charla al calor del afecto calaría
tan hondo.
Decidida a mirar hacia ese atrás poco conocido, más
imaginado que certero, me introduje con un puñado de datos
en un mundo fascinante, donde el tiempo tiene una medida diferente.
La Biblioteca Genealógica de mi ciudad, me permitió
tomar contacto con documentos de pasados siglos. La consulta me
acercó a situaciones no pensadas, desde problemas domésticos,
religiosos y legales hasta la posibilidad de entrever el paso de
los años, en la caligrafía cada vez más ilegible
del párroco.
El hilo conductor de la búsqueda fue su acta de bautismo
donde figuran sus padres, padrinos y abuelos. Lo importante no era
descubrir fechas sino aprisionar circunstancias.
Comencé a desandar un camino que aún no he terminado
de recorrer y que cada vez se torna más apasionante.
Mi buena amiga Edurne me envió desde Euskadi las actas de
bautismo de mi abuelo y de todos sus hermanos y entre ellas deslizada
como un tesoro, equivocadamente, la de mi bisabuelo...
Establecí contacto con los Ayuntamientos de Legazpia y Zumárraga,
buscando referencias que me permitieran dar un marco histórico
a los datos que iban surgiendo.
Este intercambio permitió corroborar la información
familiar no escrita, con la que los pueblos guardan en sus archivos.
Sin querer surgió una entrañable relación
con archiveros desconocidos y un poco asombrados ante mis preguntas.
Hemos discrepado, confrontado fechas, equivocado situaciones, confundido
ramas familiares. Pero no por ello la colaboración fue menos
rica. Sentí que estaba recogiendo la memoria.
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Caserío Leku Ona, 2000. |
Grande fue mi alegría cuando recibí la "Lista
de alistamiento de mozos para el reemplazo del ejército"
de 1894, donde se menciona a mi abuelo como a un joven de 19 años,
" de color sano y aire natural" , que sabía leer
y escribir.
Y en un relevamiento de caseríos de la época, aparece
junto a primos, hermanos y vecinos con los que imagino participaría
de los acontecimientos sociales de la villa.
Lo ubico no sé porqué, en las fiestas de la Antigua
de Zumárraga, en las de Villareal de Urretxu o en las de
Legazpia.
A través de estos preciosos documentos intenté seguirlo
hasta su embarco para luchar en la guerra de Cuba, esa guerra que
no quiso pelear y que como para tantos otros vascos fue motivo de
emigración.
Lentamente las piezas se ensamblaron, los espacios se completaron,
las imágenes fueron tomando color y sentido. Poco a poco
se fue dibujando un mapa de vida.
Y entonces pude verlo niño en su confirmación, joven
en su incorporación a la milicia, maduro en su decisión
de vivir la aventura de América, y viejo tal como lo conocí.
Las respuestas que encuentro a veces son las que espero y a veces
no, pero todo detalle cuenta. De lo que estoy segura es de que el
abuelo no se habría imaginado jamás como protagonista
de esta historia.
Solo me quedó una deuda, aprender de él su idioma.
Como tantos inmigrantes, lo habló sólo en el círculo
cerrado de familiares y amigos pero no lo enseñó.
Tal vez fuera el precio de la integración. Tal vez la necesidad
de guardar para sí lo que lo diferenciaba y distinguía.
Sentí haber llegado tarde a una cita no planeada, pero no
por eso incumplida. Aún hoy trato con denuedo de aprenderlo.
Tuve la fortuna de conocer Euskal Herria y viajar en más
oportunidades de las que nunca pensé.
Pero nada puede asemejarse a la emoción de la primera vez.
Fue en 1985.
Conocí su pueblo, su caserío, mi familia. Recorrí
el monte, paseé por la ribera del río, asistí
a las fiestas del pueblo, pero no pude tomar una sola fotografía.
Me parecía que de hacerlo, limitaba la imagen que necesitaba
llevar dentro de mí.
Fuentes:
- Archivo Diocesano de San Sebastián.
- Archivos de los Ayuntamientos de Legazpia y Zumárraga
- Biblioteca de Genealogía de La Plata.
- Documentación familiar.
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