| La 
 sidra siempre ha sido tenida como la principal bebida alcohólica 
 de los vascos, hasta el punto de haberse convertido en una especie 
 de seña de identidad a pesar de que, como puede leerse en 
 una de las magnas obras de Fernand Braudel acerca de aspectos elementales 
 de la vida de los europeos de los siglos XVI al XVIII, buena parte 
 del arco atlántico europeo perdía su tiempo y la templanza 
 con el amarillento líquido. No faltan, desde luego, testimonios 
 que documenten ese interés. El mismo Fuero de Gipuzkoa alude 
 a las condiciones de venta de la sidra en la provincia y nos ilustra 
 acerca de las medidas destinadas a fomentar la producción 
 de esa bebida en su territorio frente a la fabricada en otros. Sin embargo, el vino de las más diferentes procedencias 
 y calidades ha constituido, según la documentación, 
 la bebida alcohólica que con mayor asiduidad se ha puesto 
 sobre la mesa de los vascos de la Edad Moderna. El gallego de Ribadavia, 
 comprado por mercaderes de Vasconia desde el siglo XIV por lo menos, 
 o el "chacolín" de Burdeos que en 1599 se hace 
 traer a la entonces villa de Hondarribia; localidad que, por otra 
 parte, importa regularmente caldos de esa procedencia, como se puede 
 leer en la subasta de los derechos de ese bien de consumo realizada 
 en el año 1610. En ella también se alude a vino canario 
 -de las "Yslas"-, andaluz y, naturalmente, gallego, de 
 Ribadavia. A ellos también se puede sumar el Rioja que llega 
 a Bizkaia desde esa región, como se deduce de un proceso 
 fechado en octubre de 1822 a través del que Lorenzo de Abaroa 
 reclama a las autoridades un carro cargado del generoso líquido, 
 confiscado tras verse envuelto en una accidentada reyerta con soldados 
 leales al régimen liberal que lo confunden con un partidario 
 del rey absoluto. 
|  |  | Una muestra golosa, casi rabelesiana, de un restaurante 
 de París durante la Restauración. Fuente: Luján, Nestor. "Historia de la Gastronomía". 
 Ed. Folio. Barcelona, 1997.
 |  Aparte de todos estos generosos caldos poco más hay. En 
 Bilbao, según nos cuenta Teófilo Guiard, cronista 
 de esa villa a comienzos del siglo pasado, existían en el 
 XVIII al menos dos fábricas de cerveza. Una de ellas probablemente 
 sería la que tenía en funcionamiento Guillermo Bolt 
 en 1725, en el barrio de Achuri, frente a la carnicería. 
 En ella, según nos cuenta él mismo, se trabajaba, 
 además de la cerveza que "cocía" en hornos 
 destinados a ese efecto, con "aguardientes" y "mistelas". 
 Sobre el ron, tan asociado a los puertos de mar de la época 
 gracias al cine y las novelas, poco se sabe. Sin embargo, hay constancia 
 de que al menos una carga de ese preciado líquido cayó 
 en manos vizcainas. Concretamente las del capitán de la fragata 
 corsaria San Juan Bautista -también conocida como 
 Rayo de Júpiter- en 1742, durante la victoriosa Guerra 
 de la Oreja de Jenkins, según nos cuenta un interesante estudio 
 de Olga Arenillas San José. En ese botín también se contaban frutas de Indias 
 "escabechadas" -probablemente lo que hoy llamaríamos 
 "en almibar"-. Un manjar poco corriente entre los vascos 
 de la época. En efecto, llegados aquí -como en todo 
 viaje gastronómico- a los postres, los indicios acerca de 
 los que eran consumidos por los vascos apuntan en otras direcciones 
 que poco tienen que ver con esas frutas "escabechadas". 
 Sabemos, por ejemplo, que ya en el siglo XVIII se consumía 
 cuajada con semejantes fines. Una mujer oñatiarra comió 
 ese producto puesto a la venta en "jarrillas" durante 
 una romería. Sin duda debió abrir su apetito porque 
 a continuación consumió manzanas "crudas" 
 mezclándolas con agua. La mixtura acabó haciéndose 
 mortal combinada con el calor del día.  No es esa la única vez en que la manzana destinada a fines 
 de consumo diferentes al de la sidra -no muy abundantes, es cierto- 
 se convertía en algo más que dulce alimento. Al menos 
 eso es lo que parece haber ocurrido en el concejo de Santurtzi en 
 el año 1824, cuando María de Arechavaleta achacó 
 la muerte de su hijo, de poco más de un año, a la 
 manzana -supuestamente embrujada- que le dio Ramona de Loredo. El chocolate, casi tan imprescindible como el pan -al menos según 
 señala el Anónimo inglés de 1700- parece haber 
 sido de mayor provecho a los estómagos vascos de la Edad 
 Moderna. A lo largo del siglo XVIII, y gracias al tráfico 
 de la Compañía de Caracas, se convierte en una especie 
 de moneda, al igual que se hace con el grano de trigo y el maíz. 
 En 1763, por ejemplo, tenemos una descripción de notables 
 depósitos de zurrones de este material en el puerto de Pasaia; 
 cuidadosamente marcados y destinados por empleados de la Compañía 
 a sus deudos y familiares a este lado del Atlántico. Como 
 sucede con los del marido de Catalina de Ugariz, que dieron lugar 
 a una agria disputa. El arancel de 1759 imponía un derecho 
 sobre cada quintal de cacao descargado en el muelle donostiarra. 
 También lo hacía con el de clavo, jengibre, canela, 
 pasa "de sol", "Pasa Ciruela", "Ygos", 
 azafrán, melaza y azúcar. Material este último 
 que, sin duda, debió ayudar mucho a la fabricación 
 de bolados. Esas pequeñas y dulzonas masas que dieron origen 
 a un serio disgusto con el ayuntamiento de esa ciudad en 1800, a 
 causa de los deseos de éste por imponer una tasa sobre él. 
 Idea que desagradó sobremanera a los pasteleros de aquella 
 jurisdicción que consiguieron anular la medida recurriendo 
 a la Diputación. Alegaban que la libra de bolados valía 
 12 reales según la tasa, mucho más caro, por tanto, 
 de lo que permitía la baja de precios del azúcar, 
 cuyo quintal sólo costaba 66 reales. Junto a todo esto también estaba el tabaco. Es rara la vez 
 que se alude a vascos fumando en los documentos de la época, 
 sin embargo hay pruebas evidentes de esta afición entre ellos. 
 El arancel de San Sebastián de 1759 señala que se 
 descargaban en la ciudad cantidades de tabaco en polvo y en hoja. 
 "A escoge", sin duda, como decía la vendedora de 
 este producto en la comedia del conde de Peñaflorida "El 
 borracho burlado". Finalmente el café, también 
 según el arancel de 1759, tampoco faltó en esas mesas 
 vascas de la Edad Moderna que, de momento, abandonamos aquí. Carlos Rilova Jericó, 
 historiador
 |