Mucho
sabemos de los avatares padecidos por los vascos inmigrantes, durante
el viaje hacia un Uruguay en formación. Hoy, acostumbrados
a las comodidades que nos brinda nuestra sociedad de consumo y ante
las múltiples posibilidades de estar bien informados y comunicados,
nos asombran los sufrimientos vividos por quienes dejaban todo lo
suyo para partir hacia lo desconocido.
Sabemos los motivos que obligaban a los vascos a partir: ora la
necesidad de buscar nuevos ingresos, obligados a dejar el caserío
por la disposición de mayorazgo, o por falta de ofertas de
trabajo; ora la necesidad de escapar al servicio militar obligatorio
o a las guerras civiles y sus secuelas. Sabemos cómo fueron
atraídos a nuestra tierra: los motivos que alentaron los
gobiernos uruguayos a fomentar la inmigración de mano de
obra capacitada, los intereses de particulares que impulsaron la
venida en una mentira despiadada de fácil acceso a la riqueza,
que luego esclavizó a los inmigrantes en una forzada deuda
de pasaje y gastos no considerados al partir.
Los relatos de los viajes y la explotación pecuniaria de
los agentes involucrados resultan agraviantes al sentido humano.
El hacinamiento, el hambre, la mugre, las enfermedades e incluso
la muerte, envolvían a los vascos en su trayecto hacia su
destino en nuestra tierra; destino muchas veces frustrado en el
camino. Sin embargo, a pesar de las cartas dolorosas recibidas por
los familiares residentes en el País Vasco, a pesar de los
esfuerzos de los gobiernos para frenar la emigración que
a su vez los dejaba sin brazos para el trabajo, los vascos continuaron
poblando el Uruguay.
Muchos encontraron el futuro imaginado, tal vez incluso, un futuro
más promisorio que el buscado. Así se plasma de nombres
vascos la historia del Uruguay naciente, las páginas de los
libros se enaltecen con la figura de aquellos vascos que se amoldaron
en la explotación agrícola, ganadera o industrial,
que descollaron como militares, o políticos o profesionales
de diversas ramas, o grabaron la memoria de sus conciudadanos con
el renombre de su comercio. De todos ellos se puede conocer su actuación
y resulta accesible reconstruir su trayectoria.
Pero cuántos han quedado en el olvido de la historia, perdido
incluso su nombre entre sus contemporáneos que los identificaban
bajo el apelativo más amplio de "la vasca" o "el
vasco" que los enorgullecía porque implicaba mucho más
que la identidad de la boina, la faja, el pañuelo atado al
cuello y las alpargatas, esa identificación los calificaba
por igual como tesoneros, trabajadores y la honestidad empeñada
en su palabra.
Cómo se movieron e insertaron en el trabajo, queda tan sólo
en la nómina de los desembarcados, en el número de
apellidos vascos en los registros de las empresas, en el asombro
ante las numerosas boinas en los relatos de los viajeros, en las
actas de matrimonios y defunciones en las iglesias; pero la historia
cotidiana de sus vidas se nos ha perdido. Sin embargo, a pesar que
sus nombres no aparecen como ilustres en las páginas de la
historia, ni quedan enmarcados en el nomenclátor de las calles,
ni es mojón poblacional en las rutas, perdura aún
en su múltiple descendencia. Son esos vascos a quienes nosotros
imaginamos concurriendo, en su nostalgia, a la diversidad de fondas
vascas dispersas por el territorio nacional.
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Estibadores en el Puerto de Montevideo. (1) |
En aquella segunda mitad del siglo XIX, cuando la inmigración
europea se torna masiva, surgían, además de pensiones
y hoteles, las fondas, que se convierten en punto de encuentro de
los coterráneos de los propietarios. Modestamente acondicionadas
con sencillas mesas y sillas, resultaban acogedoras
para los obreros, ya que en ellas encontraban el aire popular de
su tierra, y el aroma distintivo de callos y paellas, elaborados
con el característico sabor casero. (2)
Así nos llegan los registros de la fonda de Bernardo Anchordoqui,
existente en el "Cerro" ya en 1852 y años más
tarde, las de Erramuspe y Recart; seguramente concurridas por los
peones vascos de los saladeros que entusiasmados por
los tintillos entonarían, alrededor de las mesas, viejas
y queridas canciones en euskera. En cambio, los obreros vascos vinculados
a la explotación de canteras de piedra en la zona de "La
Teja", concurrían a la fonda de Iribarne, cercana a
su lugar de trabajo (3).
En tiempos de la Guerra Grande, cuando el país se encontraba
dividido en dos, el gobierno sitiador con sede en el "Cerrito",
había creado su propio puerto en la bahía próxima
denominada "del Buceo", donde fondeaban
buques mercantes de ultramar que le abastecían de variadas
mercaderías. En sus inmediaciones se instalaron varios comercios
entre los cuales no pudo faltar una fonda vasca, la de Etcheverría,
la que actuaba también como posible alojamiento (4).
En la zona céntrica de Montevideo, donde la densidad lo
justificaba, las fondas vascas se multiplican. Entre ellas ubicamos
a la "Goriztia", cercana a la Rambla Sur (calles Durazno
y Río Branco), próxima a los barrios obreros y la
de Pablo Bañales, oriundo del pueblo de San Salvador
del Valle, instalado a partir de 1883 en el Mercado Viejo, ubicado
en las entonces existentes murallas de la fortaleza del Montevideo
colonial; a ella dedicaba todas las horas del día, saliendo
de su hogar muy temprano a la mañana y regresando a la medianoche
(5).
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Mercado Viejo. (6) |
A mediados del siglo XIX existía una fonda en la actual
zona céntrica, lindera a la Ciudad Vieja (calle Andes entre
las de Uruguay y Mercedes), en la cual el dueño
recibía a sus con-nacionales, en los días de asueto,
con bailes acompañados por txirulas y tamboriles, tal como
lo disfrutó en plena juventud y lo recordara Juana Deville
de Casasús, al trasmitirle sus memorias al periodista Rómulo
Rossi (7).
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Doña Juana Deville
de Cassassús. (8) |
Es justamente este periodista quien nos describe en otro de sus
artículos la fonda "Al Laurak-Bat" del vasco don
Ignacio, ubicada en plena ciudad Vieja (calle Bacacay entre las
de Sarandi y Buenos Aires). Pero eran otros tiempos, nos ubicamos
ya en el siglo XX y los parroquianos no se distinguían por
la boina y la faja, usuales en los obreros vascos inmigrantes, eran
señores de levita y galera que se acercaban a la fonda por
su renombre. Renombre adquirido por la abundancia de los platos,
por los precios accesibles y la diligencia del vasco que atendía
directamente a los comensales según el orden establecido
en la casa: sin repetición, ni posibilidad de sobremesa,
ni la oportunidad de un fiado. La diferencia queda marcada en la
propia filosofía de don Ignacio al explicar sus motivos cuando
se le recriminaba que hiciera trabajar por igual a su hijo, estudiante
universitario por ese entonces:
"Ahora empieza a tratarse con muchachos
de la aristocracia...de esa aristocracia de aquí, que se
vino metida en pechos de inmigrantes y que los descendientes hacen
que olvidan lo que fueron sus abuelos... Esos amigos, cuyos padres
ya son aristócratas, serán médicos, abogados,
ingenieros, ¡qué sé yo! ¿sabes? Las
cosas cambian ¿y quién te dice que mañana,
el mío, cuando sea hombre de título, pueda avergonzarse
de su padre porque fué fondero? Y así, como va marchando
la cosa, no, porque él también está arreventao,
¡sí, sí! porque también habrá
sido fondero como su padre" (9).
Para José María Oronoz Zabaleta, oriundo de Leiza,
Navarra, la fonda fue más que un lugar de encuentro con paisanos
y costumbres de su tierra, fue su primer lugar de trabajo y su primer
hogar en Uruguay. Escapando del servicio militar, viajó a
nuestro país con 18 años, llegando en 1920. No sabía
castellano, pero tenía acá dos hermanas, una de ellas
trabajaba en la Fonda Española, al frente de la cual estaba
un vasco, una fonda muy popular por aquel entonces, lugar de encuentro
de muchos vascos. Apenas llegado, José María comenzó
a trabajar en la Fonda, donde se quedó a vivir. De noche
hacía de sereno, cansado de la larga jornada entre platos
y mesas, colocaba una cama detrás de la puerta y así
cumplía con la tarea. Aprendió el castellano en los
ratos libres, los poco que tenía, con una
maestra que había contratado a ese fin. Luego de un tiempo,
fue llamado por un cuñado, Santos Andiarena a trabajar en
otra fonda más céntrica, la Fonda Elizondo, donde
permaneció hasta que cambió de oficio, yéndose
a trabajar a un tambo en el mismo Montevideo, propiedad de otro
vasco (10).
La Fonda Española es recordada aún por aquellos vascos
y vascas llegados después de las guerras, Civil Española
y Mundial. Por ese entonces, tanto su dueño como el encargado
eran vascos, Errasun e Igoa. Alejandra Tejería, guipuzcoana,
la recuerda como lugar de encuentro de un grupo que seguiría
vinculado, incluso luego de separase por motivos laborales, trasladándose
muchos a tambos y chacras ubicados en las cercanías de Montevideo.
No resulta sorprendente que entre los años cuarenta y cincuenta,
llegaran a la Fonda Española, jóvenes solteras de
las provincias vascongadas; el hijo de Oronoz ya nos aclaraba que
en época del arribo de su padre tal era la costumbre. Venían
de a cinco o diez por tanda; muchas a trabajar provisoriamente en
la propia Fonda, otras a servir en casas de vascos conocidos del
propietario o del encargado. Fue significativo, por lo tanto, el
número de matrimonios que en ese recinto se concretaron:
los asiduos solteros encontraban compañeras que compartían
sus costumbres y sus creencias. Muchos de ellos eran navarros y
siguieron encontrándose, con el tiempo, en el Centro Euskaro
Español. La Fonda continuó funcionando hasta comienzos
de la década del 50.
La importancia de las fondas en la vida de los inmigrantes vascos,
es tomada con claro realismo por Carlos Larralde en su novela "Un
vasco en Uruguay", (1966). Ésta responde a su inquietud
por romper el silencio que sobre los vascos existía en la
literatura nacional. Para lograrla, tomó historias, cuentos
y chistes que le trasmitieron vascos y descendientes. La vida de
los protagonistas tiene mucho de lo expuesto: un joven vasco que
llega al Uruguay, a fines del siglo diecinueve, a incorporarse en
las tareas del tambo de un pariente, un pariente que no lo trato
como a un igual. Al pasar unos años se independiza y se instala
momentáneamente, en una fonda compartida por un socio vasco
y otro gallego. Es en esa fonda donde el protagonista conoce
otros coterráneos y a través de las anécdotas
y chistes que en ella se intercambian, el autor muestra cómo
las fondas significaban un punto de reunión para los vascos,
donde podían compartir horas de vino, partidas de mus, canciones
de su tierra y recuerdos (11).
Hoy, las costumbres han cambiado, la rutina diaria se convierte
en una suerte de corridas que no permite el tiempo de compartir
comidas caseras en los acogedores recintos de las fondas. Las exigencias
son distintas: un plato de comida al paso, permitido en el tiempo
de recreo en medio de la jornada de trabajo. Hoy las fondas han
desaparecido; tal vez alguna quede en el interior del país,
donde los tiempos de traslado son menores y permiten más
horas de relación social. Pocos son además los vascos
naturales y aunque muchos son los descendientes, su inserción
en la vida propia del país no propicia la nostalgia del grupo.
Sí se mantiene la costumbre de los cantos en euskera alrededor
de una mesa compartiendo un buen vino, mientras otros mienten envidos
al mus; pero eso no condiciona ningún espacio, cualquiera
es bienvenido.
(1) Foto de Archivo
del Cabildo de Montevideo, en "A través del siglo",
2000, El país S.A. p. 81.
(2) SISA, Emilio, 1976 "Tiempo
de ayer que fue...", Montevideo, Ediciones Vanguardia, p. 133.
(3) BARRIOS, Aníbal y REYES,
Washington, 1994 "Los barrios de Montevideo. VI. El Cerro, Pueblo
Victoria (La Teja) y barrios aledaños",Montevideo, Intendencia
Municipal de Montevideo, pp.45, 50 y 131.
(4) BARRIOS, Aníbal y REYES,
Washington, 1994 "Los barrios de Montevideo VII De Pocitos a
Carrasco", Montevideo, Intendencia Municipal de Montevideo, p.95.
(5) PEDEMONTE, Juan Carlos, 1987
"En el Centenario del Cuerpo de Bomberos, Don Pablo Bañales
y sus legendarios colaboradores" en "Almanaque 1987"
del Banco de Seguros del Estado, Montevideo.
(6) MENCK, Carlos y VARESE, Juan,
1996 "Viaje al Antiguo Montevideo" , Linardi y Risso, p.95.
(7) ROSSI, Rómulo, "Recuerdos
y crónicas de antaño. III", Montevideo, Imp. Peña
Hnos., pp. 84-87.
(8) Ibídem, p 85.
(9) ROSSI, Rómulo, "Recuerdos
y crónicas de antaño. IV", Montevideo, pp. 55-57.
(10) Entrevista a Carlos Oronoz,
realizada por Danilo Maytía en mayo de 2002.
(11) LARRALDE, Carlos, 1966 "Un
vasco en Uruguay", Montevideo. |