Desde
hace unos treinta o cuarenta años y coincidiendo con la revolución
historiográfica -según el apelativo elegido para ese fenómeno por
Peter Burke- detonada por la escuela francesa de los Annales, la
Historia ha empezado a preguntarse acerca de aspectos del pasado
hasta ese momento ocultos o sólo estudiados de una forma bastante
sesgada. Ese es el caso de un hecho a la vez sencillo y complejo
y en cualquier caso esencial como el de qué y cómo se alimentaban
los seres humanos de una determinada época.
La llamada Historia de la vida cotidiana emanada de esa revolución
capitaneada por Lucien Febvre se ha encargado de iluminar algunos
rincones oscuros a ese respecto. Así, incluso culturas tan enigmáticas
como la Micénica han revelado los secretos de su cocina. Más cerca
de nosotros en el tiempo y el espacio tampoco faltan ejemplos. Es
el caso de la española en tiempos de Velázquez, que tampoco parece
guardar ya resortes ocultos en sus despensas y alacenas.
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"En la puerta de Calais (1748-49)".
Oleo sobre lienzo. Tate Gallery. Londres. Extraída del libro
"Los genios de la pintura. Hogarth". Gran Biblioteca Sarpe.
Madrid. 1979. |
Sin embargo es mucho lo que aún puede -y quizás- debe añadirse
a esos aportes desde la investigación histórica de base.
En efecto, a pesar del esfuerzo planteado por obras como las mencionadas
y muchas otras que es imposible enumerar aquí -desde las fascinantes
fabulaciones de Alvaro Cunqueiro hasta la reciente publicación de
comentarios a antiguos libros de cocina renacentista- podemos acabar
volviendo a un punto de partida muy anterior a esa mencionada revolución
historiográfica, limitándonos a reflejar simplemente la teoría y
no la práctica real de la cocina de ese mundo perdido para nosotros,
entrando por la puerta falsa a la de los grandes personajes -quizás
sobreatendida por la vieja historiografía de las élites- de la que
creíamos haber escapado ya.
Se trata ante todo de un problema de fuentes y no precisamente
de las utilizadas para servir asados. En otras palabras: las recetas
de Apicius o todas las instructivas y divertidas observaciones del
enjundioso tratado de Brillat Savarin, o cualquier otro volumen
similar, no nos desvelan cuáles fueron los alimentos que se cocinaron
y sirvieron en las mesas de las gentes comunes y corrientes. Por
ese camino seguimos en el banquete de Trimalcion y sentados ante
convites de reyes y, por tanto, muy lejos de saber qué fue lo que
comieron los esclavos de aquel excelente anfitrión romano o los
criados que servían las mesas regías sobre las que ya tantos detalles
existen.
La diferencia que media entre todos los documentos disponibles
sobre esta cuestión es verdaderamente notable. Así, si nos preguntamos
de qué se alimentaban los hombres que forjaron uno de los acontecimientos
clave de nuestra realidad presente, como sucede con la revolución
de 1776 y el nacimiento de Estados Unidos, la respuesta variará
enormemente si leemos el diario de un oficial y el de un soldado.
Por ejemplo, durante el sitio de Yorktown en 1781 -el que iba a
aniquilar el poder militar británico en Norteamérica- el soldado
"yankee" Joseph Plumb Martin y sus compañeros pasaron hambre -hecho
habitual desde que ingresaron en el ejército del Congreso Continental
al principio de la guerra-, hasta el punto de tener que robar fruta
aparentemente reservada a una piara de cerdos. Entre tanto un oficial
como el doctor Thacher, destinado también al sitio de Yorktown,
cuenta muy ufanamente la comida de confraternización con sus iguales
franceses celebrada poco antes de llegar a las líneas de Yorktown
y en la que, bajo una carpa montada al efecto, se les sirvió una
"excelente sopa, rostbeef" y un impreciso etcetéra, todo ello al
"estilo francés". El desconocimiento mutuo de los respectivos idiomas
impidió, sin embargo, la conversación de sobremesa que, como ya
sabemos, gracias a maestros de la Gastronomía como el ya mencionado
Brillat Savarin, constituye el remate de toda buena comida.
En el País Vasco el problema es similar. Estudios como los de Busca
Isusi o los más recientes de Martín Berasategui nos hablan, por
ejemplo, de la costumbre de la Diputación del viejo reino de Navarra
de ofrecer un caldo en determinadas ocasiones, tal y como ocurrió
en 1830 durante una de las nada raras visitas del infante Francisco
de Paula -no otro que el escarnecido príncipe Pakorrito de la prensa
satírica del Trienio liberal- a territorios vasconicos... pero poco
sabemos todavía acerca de lo que se cocinaba y ponía a la mesa de
la mayoría de los vascos comunes y corrientes cada día de los últimos
cinco siglos. Existe, pues, un gran vacío entre las burdas provisiones
a las que se refieren los autores clásicos al describir los principales
alimentos de las tribus del norte de la recién adquirida provincia
de Hispania sometidas al lábaro imperial y la Nueva Cocina Vasca.
Uno en el que aparecen preguntas como ¿qué cantidad de almendras,
canela y azafrán se trajo a San Sebastián en el año de 1759?, ¿cuánto
costaba uno de esos dulces llamados "bolados" que todavía consumimos
o con que otros alimentos no se podía mezclar una cuajada sin sufrir
mortíferos desarreglos orgánicos?, ¿hasta qué punto podía estar
mala determinada carne o una partida de bacalao como para no consumirla?,
¿qué pensaron algunos de los que se vieron obligados a comer aquellos
alimentos sobre el modo en el que se cocinaban y el sabor y el gusto
que tenían?, ¿se bebía sólo chacolí y sidra en las mesas del país
o se degustaban vinos más generosos como el Rioja o el Burdeos?,
¿hubo alguna vez ron o cerveza sobre ellas?
Para todas estas preguntas y para la que las resume a todas ellas
y a algunas otras más, es decir, qué comían realmente los vascos
de los últimos quinientos años, vamos a tratar de encontrar respuesta
a partir de este trabajo que encabeza una corta serie en la que
se hablará -tanto como sea posible- sobre esos alimentos y bebidas.
Desde la carne, el pescado y las legumbres hasta el chocolate y
el cacao en bruto.
Carlos Rilova Jericó, historiador |