Las
principales inteligencias de la Europa ilustrada pensaban que
si algo era imposible en aquella época en la que no parecía
haber obstáculo que el Hombre no pudiera vencer haciendo
uso de su inteligencia, de sus luces, en fin, de su razón
era la existencia de brujas. Esas mismas, supuestas agentes del
maligno Príncipe del Aire, que habían obsesionado
a sus inmediatos ancestros durante el siglo XVII hasta provocar
una de las peores y más sangrientas histerias colectivas
conocidas por la sociedad europea.

Basta leer el "Diccionario
filosófico" de Voltaire o alguna de las obras del padre
Feijoo como las "Cartas eruditas" para convencerse de ello. Incluso
el muy peculiar intelecto del doctor Samuel Johnson opinaba que
esa secta brujeril había existido en épocas pasadas
pero se había desvanecido -quizás como por arte
de magia- en ese siglo ilustrado del que él fue una sustancial
parte, precisamente por la falta de condiciones favorables para
sus diabólicos ejercicios.
Los tribunales, y
los magistrados que los formaban, sin embargo, tenían una
opinión muy diferente. De hecho les costó bastante
tiempo asumir ideas como las de Voltaire, el padre Feijoo o incluso
las del doctor Johnson que, tal vez, eran las que mejor sintonizaban
con su registro mental. Algunos de ellos siguieron creyendo en
la existencia de hechiceros que según todos los indicios
habían vendido sus almas al diablo y obtenido así
sus dañinas habilidades mágicas y, por lo tanto,
debían ser condenados y ejecutados. Así, por ejemplo,
la ciudad suiza de Glaris -no demasiado lejos de Ferney, desde
donde Voltaire intentaba disipar las tinieblas góticas
de los europeos- tuvo el más que dudoso honor de albergar
en su seno al último tribunal que dictó, y ejecutó,
una sentencia de muerte por brujería.
El País Vasco,
al menos la parte del mismo adscrita al vasallaje político
de la corona española, observó una evolución
bastante peculiar con respecto a ese modelo europeo general que,
en ése y otros aspectos, tan bien ha sabido representar,
tal y como nos recordaba Alfonso de Otazu en el año 1982.
Así, esos
territorios, como todos los demás que caían bajo
la férula de la Inquisición española, quedaron
libres de sentencias y ejecuciones por el delito de brujería
desde el año 1610, cuando tras los famosos procesos de
Zugarramurdi aquel ominoso tribunal decidió que había
faltas contra la fe que él decía defender mucho
más reales y dignas de toda su atención que aquellas
fantasías. Sin embargo eso, como se puede comprobar en
diferentes archivos radicados en ellos, no acabó con las
acusaciones. Entre 1637 y 1839 diferentes miembros de aquella
comunidad acabaron frente a los estrados de las cortes de justicia
municipal o ante las de los corregidores, representantes del rey
en el Señorío de Bizkaia y la provincia de Gipuzkoa,
para explicarse acerca de sospechas sobre brujería en su
entorno inmediato. Caso, por ejemplo, de María de Gorrochategui
la cual había asegurado en 1727 que Josepha de Ocariz,
vecina de la villa de Zegama, "tiene Prouision de potes y ollas
con unguentos para usar de echizerias" y por esa razón
la Inquisición debería haberse encargado de ella
tiempo atrás.
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Cueva
de Zugarramurdi (Nav.). (Fot. G.E.Z.). Enciclopedia Auñamendi |
En principio la magistratura
que actuaba en esos territorios vascos no se alteró lo
más mínimo, como venía siendo su costumbre
desde comienzos del siglo XVII, por palabras como ésas
y otras similares que antes y después de esa fecha se dejaron
oír de un modo u otro en sus jurisdicciones. Tan sólo
procuraron evitar que esos rumores dieran lugar a un rebrote de
la peligrosa histeria colectiva que había ensangrentado
a Europa durante el siglo XVII y persistió de forma esporádica
y extraoficial -en la mayor parte de los casos- en aquella Europa
ilustrada. Así en el año 1757 el tribunal del corregidor
de Gipuzkoa amonestó a los jueces de Getaria por remitirle
una causa similar a la que en 1727 conmocionó -en cierto
modo- a Zegama recomendándoles que en lo sucesivo no se
tuvieran noticias de "quimeras como las que resultan de autos"
en la jurisdicción de aquella villa guipuzcoana. Seis años
atrás habladurías como ésas habían
producido un linchamiento popular, con víctimas, en la
no demasiado lejana Inglaterra. Es probable que aquellos magistrados
del corregimiento estuvieran tratando de atajar de raíz
una reacción similar que, en absoluto, era desconocida
en esos territorios vascos, tal y como lo demuestra la causa que
en el año 1705 se vio obligado a incoar el corregidor vízcaino
para esclarecer el secuestro de dos mujeres -María de Arteaga
y su hija María de Telleche- a las que un grupo de particulares
estuvo a punto de matar por creer que habían hechizado
a cierta dama bilbaína.
Sin embargo dentro
de este benévolo e ilustrado cuadro es posible apuntar
también otras reacciones por parte de los magistrados que
actúan en Gipuzkoa y Bizkaia durante el siglo XVIII y los
comienzos del XIX. La más llamativa, quizás, y que
nos invita a una profunda reflexión acerca del fin de la
caza de brujas europea es la causa que se llevó ante la
corte del Jefe Político del Señorío -la figura
que ha sustituido al corregidor- en 1839.
Se trataba de un
caso más de lo que las autoridades judiciales europeas
-al menos las francesas, desde 1702, y españolas- consideraban
condenable no como brujería sino como una simple estafa.
Sin embargo la defensa que hace el fiscal de la denunciada, una
tal Angela vecina del barrio de Achuri en la entonces anteiglesia
de Begoña que aseguraba poder predecir cosas por medio
de los naipes, resulta cuando menos sorprendente: según
el fuero del Señorío sólo son brujos los
que por medio de un pacto con el diablo adquieren artes mágicas
e intentan hacer mal a otros, no los simples adivinos como la
acusada. Al parecer este magistrado, como el doctor Johnson, creía
que la desaparición de las brujas era sólo coyuntural.
Es de tan bizarra manera como concluye, al menos de momento, la
Historia de las últimas brujas de Europa.
Carlos Rilova Jericó, historiador |