Puede
llamar la atención el título principal, alusivo
a las picas en Flandes que, sin dejar de responder a la realidad
del hecho armero vasco, responde más propiamente a una
licencia histórico-literaria. Es simplemente una llamada
de atención sobre la importantísima presencia de
las armas vascas en el escenario europeo, por qué no mundial,
de principios de la Edad Moderna.
He hablado de licencia,
en la alusión a picas y Flandes, pero cabe una licencia
todavía más atrevida. Sabemos que, en la fabricación
del hierro y del acero vascos, los materiales quedaban señalados
con una inicial del lugar de procedencia: "M", en relación
a la producción de Arrasate-Mondragón. Supongamos
que la imagen de "Las lanzas", de Velázquez,
respondiera a un moderno reflejo fotográfico y no al pictórico.
En ese caso, un acercamiento, con las actuales técnicas
de ampliación, a las lanzas que figuran en la portada del
libro, permitirían detectar el logotipo de su procedencia,
que nos llevaría a Elorrio, Oñati, Elgeta, etc.
Estos imaginarios
logotipos serían paralelos, y no sólo por razón
de imagen, a la actual "F" cooperativista. Responde
a una práctica consolidada en la tradición armera
-escopetera- de Eibar y otros lugares, y ha llegado hasta nuestros
días. Pero, al margen de esta posible identificación
de armas por logotipos más o menos ficticios, lo que sí
es absolutamente cierto es que el hecho armero no hubiera sido
posible sin el carácter cooperativista, "avant la
lettre", del Valle del Deba, ya desde finales de la Edad
Media. Las poblaciones del río Deba constituían
un inmenso taller que coordinaba las actividades de cientos y
cientos de talleres que ocupaban los diferentes gremios de chisperos,
cañoneros, cajeros, etc., en las zonas urbanas, los suburbios
y muchos caseríos. Estos, reconvertidos en talleres, fabricaban
tanto piezas de hierro (en sus fraguas, sutegiak), como
los componentes de las cureñas o culatas de arcabuces y
mosquetes, además de las cajas donde éstos se transportaban,
los componentes de madera de los frascos y frasquillos y, sobre
todo, la enorme cantidad de astas destinadas a picas.

El tema de las armas
de fuego es más conocido, aunque no reconocido por la historiografía
en su justa medida. Se da por supuesta su existencia e incluso
su importancia, aunque falta mucho por investigar. Los historiadores
hablan de armas procedentes del Norte de la Península,
pero distan mucho de admitir, en gran medida por falta de investigaciones,
que el armamento ligero, base del ejército de Carlos V,
Felipe II, etc., tenía su origen en Euskal Herria. Las
picas, los arcabuces, los mosquetes, los morriones o cascos, los
coseletes o protectores, las rodelas o escudos, en fin, la base
del ejército a partir del Gran Capitán, provenían
de las Provincias Vascas. Todo este complejo equipo, suministrado
por los talleres del Norte, convirtió al ejército
castellano, en el Siglo de Oro, en el más poderoso de la
época, armamento imprescindible para defender el inmenso
imperio surgido en el Siglo de Oro.
A partir de los Reyes
Católicos, cuando Castilla consolida su enorme presencia
en Europa y América, los reyes son conscientes de que podían
contar con una enorme cadena de producción capaz de convertirse
en un poderoso arsenal, y confiar a su capacidad la fabricación
de grandes cantidades armas que, además, ofrecían
calidad. Desde muy temprano fueron destacados al País Vasco
representantes reales que intentaron controlar, incluso monopolizar,
el tráfico armero. Se llegó a prohibir la tradicional
venta libre de estas armas, comercio que había constituido
una de las bases de la prosperidad de grandes áreas de
Euskal Herria. La finalidad de esta vigilancia era obvia: el objetivo
era conseguir la libre disponibilidad de todo el potencial bélico
generado en los talleres vascos.
Pero esta dinámica
maximalista y abusiva jugaba con fuego, nunca mejor dicho: los
vascos trabajaban confiados en las leyes del mercado, y luchaban
contra las cada vez más restrictivas políticas de
los veedores (coordinadores vigilantes que representaban al Rey).
Estos pretendían que los talleres funcionaran en exclusividad
para ellos y, además, sin garantizar los pagos. Esto originó
el negativo efecto del castillo de naipes, que al fallar la estructura
básica se derrumba.
Este proceso de crisis
resulta diáfano en el caso de los famosos (aunque apenas
estudiados) lanceros de Elorrio. Los veedores imponían
la reglamentación, los años de crecimiento, la calidad,
y hasta el precio por asta o árbol de vivero de fresno,
pretendiendo direccionar todo el esfuerzo de una sociedad laboriosa
hacia un túnel sin salida. Cuando se institucionaliza la
política del retraso y del impago, fruto de las bancarrotas
de Felipe II, los campesinos empiezan a percibir el peligro de
dedicarse a un trabajo cuyo resultado les resulta poco satisfactorio.
Y, puestos en esta tesitura, no había Rey ni veedor que
tuviese suficiente fuerza disuasoria: de hecho, los documentos
demuestran el abandono progresivo de un cultivo que ya no es rentable,
el de los viveros de fresnos. La respuesta de la comunidad campesina
al respecto resulta diáfana: al no percibir compensación
por sus esfuerzos, dejan de plantar estos árboles y dedican
sus afanes a otras labores más rentables.
Si trasladamos este
fenómeno al conjunto de la infraestructura que sostenía
la industria armera, nos situamos en el umbral de la decadencia,
de la crisis, del desastre. Se produjo la fatal situación
que se puede traducir como "matar la gallina de los huevos
de oro". Aumenta el contrabando, los armeros se niegan a
trabajar para los veedores, éstos retrasan o anulan los
pagos, y la sociedad vasca entra en el hastío al tener
que entrar en una dinámica de negociaciones frustrantes
que no conducían a soluciones razonables.
Nada de esto, sin
embargo, ensombrece el titánico esfuerzo de la sociedad
vasca para mantener un equilibrio de fuerzas que, visto desde
la perspectiva de entonces, les parecía natural. Las crisis,
en buena medida ajenas a la responsabilidad de la sociedad vasca,
fueron cada vez más graves, y las políticas de los
monarcas cada vez más irresponsables. Demasiados frentes
abiertos, y, como arma para defenderse, una mentalidad providencialista
que acabó arruinando a la sociedad vasca, dando en línea
de flotación de la industria armera, de la flota, del transporte,
de las relaciones abiertas durante toda la Edad Media con Europa.
El País Vasco
ha estado, y así lo ha defendido Caro Baroja, técnica
y mentalmente, cerca de Europa, a la revolución burguesa
y al progreso. Las armas, y su particular historia, ofrecen motivos
de reflexión, así como nos descubren una época
dorada en la que mercaderes, transportistas, almacenistas, armeros,
campesinos, contribuyeron a una época gloriosa de la que,
en particular, esta de las armas no es más que una pequeña
muestra.
José Antonio Azpiazu, historiador
Fotografías: Auñamendi |