Globalización
económica y derecho a una vida saludable |
Patxi
Zabalo |
Una globalización
excluyente
El
término globalización intenta dar cuenta de las
crecientes interrelaciones económicas y la multiplicación
de redes mundiales de producción e información,
que al parecer conducen inexorablemente a un auténtico
mercado mundial. Ello supondría la apertura de numerosos
retos y oportunidades que todos pueden aprovechar si saben adaptarse
a las nuevas circunstancias. Sin embargo, este discurso oficial
de los gobiernos del Norte, aceptado por muchos del Sur y el Este,
y que los organismos económicos internacionales no cesan
de repetir desde hace dos décadas, no encaja demasiado
bien con la realidad económica. Se construye un mercado
mundial para ciertas cuestiones pero no para otras: hay bastante
globalización en el ámbito comercial y todavía
más en el financiero, pero no hay globalización
para las personas del Sur que buscan mejorar sus oportunidades
trabajando en el Norte. Así, unos participan crecientemente
en ese mercado mundial en construcción mientras otros quedan
al margen, excluidos.
En
efecto, la desigualdad en la distribución de la renta ha
crecido dentro de cada país, al tiempo que se amplía
la brecha entre el Norte y el Sur, y también el Este. De
hecho, con la importante excepción de la remontada de Asia
Oriental y el Pacífico, el resto han visto como su renta
por habitante está ahora más lejos de la del Norte
que hace cuarenta años. Y en el caso extremo de Africa
Subsahariana su renta per capita es menor en cifras absolutas
que hace treinta años. De este modo, la distancia entre
las personas ricas y pobres a nivel mundial ha aumentado. Así,
la relación entre el ingreso del 10% más rico de
la población mundial y el del 10% más pobre ha pasado
de ser de uno a 19 en 1970 a ser de uno a 27 en 1997 (PNUD, 2001).
En consonancia con ello, la pobreza no ha disminuido. Así,
a comienzos del siglo XXI, casi la mitad de la población
mundial, 2.800 millones de personas, sobrevive con menos de dos
dólares al día. Entre ellas, 1.200 millones de personas,
que suponen la quinta parte de la humanidad, disponen de menos
de un dólar al día, lo que se califica como pobreza
absoluta. Y dos de cada tres personas que cuentan con menos de
un dólar al día padecen hambre: 826 millones de
seres humanos.
Así, el discurso oficial pro-globalización promete
una ganancia universal que derivaría de la completa liberalización
de la economía, pero no cumple. Por eso omite que el tipo
de globalización al que estamos asistiendo ni es inexorable,
ni es el único posible. "Otro mundo es posible" como se
afirma desde el Foro Social Mundial de Porto Alegre. Porque, en
efecto, la globalización realmente existente es el fruto
de la ejecución de un proyecto concreto, el proyecto neoliberal.
Un proyecto que se impuso en el Norte a comienzos de los años
ochenta y enseguida se extendió hacia el Sur, y desde los
años noventa por el Este, de la mano de los programas de
ajuste estructural del Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial. Un proyecto que encuentra en la Organización Mundial
de Comercio (OMC) su más clara expresión. Y es que,
sobre todo, el discurso oficial oculta que las reglas con las
que se construye esta globalización ni siquiera abren oportunidades
para todos.
Patentes reforzadas frente a derecho humano
al alimento y a la salud Concebida en pleno apogeo del neoliberalismo, durante la Ronda
Uruguay (1986-94), la OMC es un elemento básico en la profundización
de la práctica neoliberal. Ésta se diferencia del
discurso en que sólo liberaliza los mercados que convienen
y al ritmo que se considera apropiado para quienes realmente dictan
las reglas del juego económico mundial: las grandes empresas
multinacionales
con base en los países del Norte. Sus normas representan
la más clara expresión del terreno de juego que
realmente pretenden construir quienes impulsan la globalización
neoliberal. Así, los sectores agrícola y textil
han podido ser protegidos durante décadas, en detrimento
de las economías del Sur, y con la OMC se liberaliza su
comercio poco a poco. Así también, el sector servicios
se incluye en la OMC, y comienza a liberalizarse por aquellos
capítulos en los que EEUU y la UE creen que sus empresas
van a salir ganando (servicios financieros, telecomunicaciones),
mientras se excluyen del ámbito de la OMC las migraciones
de mano de obra. En cambio, los países del Norte imponen
una protección uniforme a nivel mundial de los derechos
de la propiedad intelectual, a mayor gloría de las empresas
multinacionales, que cada vez en mayor medida obtienen ingresos
de su comercialización.
El Acuerdo sobre aspectos de los Derechos de la Propiedad Intelectual
relacionados con el Comercio (ADPIC) es una de las piezas clave
de este último asunto. La otra es la capacidad que tiene
la OMC para sancionar económicamente a los países
que incumplan su normativa. Ninguna otra organización de
ámbito mundial tiene una capacidad semejante. El ADPIC
establece unas normas mínimas sobre protección de
patentes, marcas registradas y derechos de autor que deben ser
cumplidas por todos los países miembros de la OMC. En concreto,
supone una armonización hacia arriba de la protección
de los inventos mediante patentes, de manera que allí donde
no existía o era "débil" debe elevarse hasta un
nivel similar al que prevalece en las economías más
poderosas. Esto supone, entre otras cosas, una duración
mínima de 20 años para las patentes, tanto de proceso
como de producto, y su extensión a todos los sectores económicos.
En este sentido, y como novedad incluso para los sistemas de patentes
de los países desarrollados, se extiende su cobertura a
ciertas formas de vida: aunque se permite a los países
prohibir las patentes sobre vegetales y animales, se les obliga
a consentirlas sobre microorganismos, variedades vegetales y procesos
microbiológicos.
Este es un asunto muy controvertido. Los materiales biológicos
se descubren, no se inventan, pero sólo los inventos son
susceptibles de ser patentados, no los meros descubrimientos.
Así que esto implica estirar el concepto de invento mucho
más allá de lo admisible, porque parece como si
la biotecnología se arrogara la creación de la vida.
Además, el ADPIC facilita cobertura para la biopiratería
de las empresas del Norte, que patentan materiales biológicos
y conocimientos ancestrales del campesinado del Sur. Por otro
lado, los derechos de propiedad intelectual se vinculan con las
ideas de monopolio y privilegio. Y se consienten con el argumento
de que no habría gastos en investigación si no dieran
lugar a un beneficio económico. Así, convencionalmente
se sostiene que la protección de la propiedad intelectual
de manera temporal supone un equilibrio entre incentivar la creatividad
y defender el bien común. Pero esta privatización
temporal del conocimiento entorpece la prestación desinteresada
de información, que tan importante ha resultado para el
avance de las investigaciones científicas. Y tampoco es
cierto que la creatividad sólo se dé si puede generar
beneficios y está protegida por derechos de propiedad intelectual.
De hecho, la mayoría de los grandes inventos que ha conocido
la humanidad se ha desarrollado en otro contexto.
Además,
la privatización del conocimiento y su correlativa concentración
en manos de un reducido número de empresas multinacionales
marcan el sentido de la investigación científica
y tecnológica hacia lo rentable, en detrimento de lo necesario:
cósmetica en vez de vacuna contra la malaria, por ejemplo.
Y se calcula que el 97% de las patentes mundiales pertenecen a
empresas radicadas en los países del Norte. Por ello, el
ADPIC, que resulta que es fruto directo de la presión de
las mismas empresas que se benefician de él, ilustra el
verdadero imperio de las multinacionales a la hora de establecer
las reglas del juego económico mundial a su imagen y semejanza.
Esta controversia ha llegado hasta la ONU, cuya Comisión
sobre Derechos Humanos reconoce que hay un conflicto entre los
intereses privados protegidos por el ADPIC y los públicos
o sociales incorporados en la legislación internacional
sobre derechos humanos. Y cuestiona las consecuencias negativas
que para los derechos de las personas, la alimentación
y la salud puede tener su aplicación.
La moderna biotecnología diseña organismos genéticamente
modificados (OGM), que las multinacionales patentan. Pero se trata,
entre otros, de semillas cuya principal virtud es ser estériles,
o simplemente prohiben la práctica tradicional de reutilizar
sus semillas en la siguiente cosecha. Y esto puede acabar comprometiendo
el acceso al alimento de muchos millones de campesinos pobres,
al tiempo que atenta contra el mantenimiento de la biodiversidad.
Mientras, el hambre persiste, porque no es esencialmente un problema
de cantidad de alimentos disponibles, al menos a medio plazo.
Así, en Brasil, que es el cuarto mayor productor de productos
agrícolas del mundo, y gran exportador de alimentos, el
10% de su población padece hambre. Y si el resultado de
la "revolución verde" fue más alimentos y más
personas con hambre, una segunda revolución verde basada
en los OGM, no parece que vaya a solucionar el lacerante problema
del hambre. Los medios existen, pero no están al alcance
de todos.

El caso de la industria farmacéutica también
muestra la diferencia entre justificar las patentes en virtud
del bien común y actuar en beneficio propio con total desprecio
por el interés general. La investigación de esas
empresas no se canaliza hacia las enfermedades de los pobres,
ya que su escaso poder adquisitivo implica poco negocio potencial.
Así, resulta que sólo el 0,2% de la investigación
y el desarrollo tecnológico relacionados con la salud a
nivel mundial se dedica a la neumonía, la diarrea y la
tuberculosis, tres enfermedades relacionadas con la pobreza que
suman el 18% de la carga mundial de enfermedades. Pero, en contra
del énfasis puesto por el sector en los gastos de I+D,
el consumidor paga más marketing que investigación.
Y la pieza clave de su negocio son las patentes, que les permiten
establecer los precios de forma totalmente arbitraria. Como consecuencia,
las empresas farmacéuticas obtienen beneficios exorbitantes:
año tras año el sector farmacéutico es el
más rentable con mucha diferencia. A pesar de ello, gracias
a la colaboración del gobierno de EEUU con PhRMA (Pharmaceutical
Research and Manufacturers of America), uno de los grupos de presión
más potentes del mundo, Sudáfrica y Brasil se han
enfrentado a la amenaza de sanciones comerciales acusados de no
respetar las patentes de las multinacionales farmacéuticas.
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Armando Waak, PAHO |
No obstante, el caso de Sudáfrica tuvo
mucha repercusión en la opinión pública gracias
a las campañas de Oxfam International y Médecins
Sans Frontières (MSF), y se ha traducido en un pequeño
pero importante paso adelante. En ese pais, cuatro millones de
personas están infectadas por el VIH/SIDA, lo que representa
el 10% de la población. Sin embargo, los esfuerzos de su
gobierno para suministrar medicamentos genéricos al amparo
de la existencia de una emergencia sanitaria nacional, contemplada
en el ADPIC, se enfrentaron a una demanda ante OMC por parte de
EEUU. Y aunque la presión interna y externa llevó
a la administración Clinton a retirarla, una coalición
de 39 compañías multinacionales tomó el relevo,
recurriendo en marzo de 2001 ante los propios tribunales sudáfricanos
la ley de medicamentos de 1997, con base en una supuesta violación
del ADPIC. Meses después, las empresas farmacéuticas
retiraron dicha demanda ante la pérdida de imagen que suponía
en su auténtico mercado, el de los países del Norte.
Y el asunto se trasladó a la IV Conferencia Ministerial
de la OMC en Doha, en noviembre de 2001, donde se revisó
el ADPIC. La declaración final sobre salud pública
y propiedad intelectual afirma la primacia de la primera sobre
la segunda, pero deja importantes cabos sueltos. En particular
cómo pueden conseguir los países del Sur no productores
de medicamentos, que son la mayoría, los genéricos
para combatir el VIH/SIDA, la malaria o la tuberculosis si su
importación no se declara libre. El plazo para aclararlo
vence al acabar el año en curso, y la postura actual de
los gobiernos del Norte no da alas al optimismo.
En definitiva, resulta que la actual globalización económica,
basada en la tiranía del mercado, no sólo no mejora
sino que empeora la situación de muchos seres humanos.
Por ello, el reconocimiento de que todas las personas tienen derecho
a acceder a los bienes y servicios necesarios para la satisfacción
de sus necesidades básicas exige que el sector público
desempeñe su papel para compensar las crecientes desigualdades.
Contribuir a la redistribución de la renta, tanto a nivel
nacional como internacional, es el recorrido más corto
hacia la erradicación de la pobreza y con ella del hambre.
Porque, en el camino hacia el desarrollo humano, frente a la globalización
neoliberal, cabe globalizar la solidaridad: es económicamente
posible y éticamente necesario.
Patxi
Zabalo, Hegoa (Instituto sobre Estudios de Desarrollo y Cooperación
Internacional)
Fotografías: http://www.ifpri.cgiar.org/portug/ pubs/books/cover.jpg,
http://www.confidencial.com.ni/ 1999-170/pobreza.jpg, http://www.angel.org.ni/2001-42/
pic/pobreza.jpg, http://www.unaids.org/wac/2002/index.html |