Cuando
San Ignacio llega a Roma en 1536 con sus primeros compañeros
para ponerse al servicio de la Iglesia y del Papa, se le concedió
la iglesita de Santa María de la Strada, junto al Campidoglio,
a la que se añadió, más tarde, la de Sant’Andrea
della Fratta. Pero la actividad romana de los primeros jesuitas
fue creciendo rápidamente, especialmente después
de la aprobación que Pablo III concedió a la Compañía
en el año 1544; en el 1550 el Papa Julio III, aprobó
la idea de levantar una nueva iglesia de grandes dimensiones,
junto a la casa generalícia: la que vino a ser la iglesia
de Gesú.
Se pidió el proyecto a Nanni
di Baccio Bigio, florentino, que hasta su edad madura había
sido escultor —había hecho, entre otras, la estatua de
Clemente VII en el sepúlcro de Santa María sopra
Minerva— pero que, animado por Antonio da Sangallo el joven, se
dedicó, después, a las obras de arquitectura, resultando
más mediocre que en su primera actividad artística.
Nenni hizo un proyecto, pero, por varías razones, no se
pudo realizar enseguida. Cuando en 1554 el riquísimo cardenal
Bartolomé de la Cueva, protector de la Compañía
de Jesús, se comprometió a hacer construir la nueva
iglesia, corriendo él con los gastos, descartó el
proyecto de Nanni Baccio Bigio, quizá porque le pareció
demasiado sencillo y pobre para su magnificencia, y pensó
en dirigirse al más célebre artista que había
entonces en Italia: Miguel Angel.
Este, aunque anciano de casi ochenta
años y bastante ocupado por las obras de San Pedro, no
rechazó la invitación del cardenal y se puso activamente
al trabajo para llevar adelante los proyectos del majestuoso templo
que el Fundador de la Orden quería levantar a Jesús.
Los padres Jesuitas se alegraron
muchísimo de ello y en seguida divulgaron la hermosa noticia.
Polanco, fiel secretario de San Ignacio, escribía a Salmerón
el 10 de junio de 1554: «Cuanto a nuestra iglesia, ha ido a ver
el lugar el Maestro Michel’Angelo escultor y tiene el cuidado
de hacer el modelo de modo que presto, con la ayuda de Dios, se
comenzará a construir». Lo mismo escribía Polanco
a Nadal el 15 de junio: «Y hase también procurado que sea
architecto Michel Angelo, que es el más célebre
hombre que agora ay, ay por ventura muchos años ha, en
estas partes». Y escribía nuevamente a Nadal el 21 de junio,
confirmando la noticia.
El mismo San Ignacio estaba contento
de saber que Buonarrotti atendía a tales obras. Así
escribía a Diego Hurtado de Mendoza el 21 de julio de 1554:
«La yglesia yrá aora más adelante... tomando cargo
de la obra el más célebre hombre que por acá
se sabe, que se Michel Angelo (que también tiene de la
San Pedro) y por devotión sola, sin interés alguno,
se emplea en ella».
Son notables las últimas palabras
en estas líneas del gran santo, testimonio de la piedad
y caridad del anciano Miguel Angel: «por sola devoción,
sin ningún interés». El Maestro, pues, había
dicho a San Ignacio que no quería ninguna recompensa por
su obra: la haría por el amor de Dios.
Es cierto que en este tiempo Miguel
Angel tuvo ocasión de encontrarse con Loyola y de tratar
con él. ¿Qué palabras dirían aquellos dos
grandes espíritus? ¿Qué impresión habría
hecho el octogenario florentino, ya totalmente ocupado en el pensamiento
de Cristo y de la muerte, al antiguo caballero vasco, tan ardiente
y activo por la mayor gloria de Dios?
Diversos, y en algunos aspectos opuestos,
eran los dos hombres Uno venía de la burguesía de
una ciudad mercantil y se había formado en la devoción
neoplatónica al servicio de la belleza; el otro procedía
de la nobleza militar de Guipúzcoa, impregnada aún
de espíritu medieval, donde las novelas de caballería
y las vidas de los santos, el Amadís y la Leggenda Aurea,
se fundían en la fantasía apasionada de guerreros
prontos a servir con igual fidelidad al Rey Católico y
a la Reina del Cielo. Pero Buonarrotti y Loyola eran, en otros
aspectos, más cercanos de lo que a primera vista puede
parecer. Miguel Angel podía haber oído algunos de
los sermones de los primeros Jesuítas su iglesia no estaba
muy distante de la casa de Macel de’Corvi— y debe haber vuelto
a encontrar, en aquella severa e impetuosa elocuencia, un eco
de las llamadas a la penitencia y a la reforma interior que su
Savonarola había hecho oír, conmoviéndolo,
en su primera juventud. Con el paso de los años Miguel
Angel había sentido, de modo cada vez más trágico,
el terrible compromiso del bautismo y de la salvación:
algunas de las poesías de su vejez rimaban con los conceptos
más profundos de la piedad ignaciana.
San Ignacio, totalmente poseído
por sus sueños de igualar a San Francisco, de rescatar
el Santo Sepulcro, de ofrecer un nuevo ejército de soldados
animosos a la Iglesia amenazada de herejía, no se había
preocupado del arte: nunca había querido que un pintor
lo retratase. Pero era, en espíritu,
un artista y, a veces, un poeta.
Sus Ejercicios Espirituales hacían una llamada a la imaginación,
invitaban a la evocación cuasi pictórica y plástica
de la figura y de la vida del Salvador; estaban concevidos, en
ciertos momentos, como imágenes vivas y concretas, como
pinturas mentales.
No es imposible, pues, que Miguel
Angel, haya hablado a San Ignacio —ya célebre en Roma como
despertador de almas—, de su religioso tormento, y que San Ignacio
haya hablado a Miguel Angel de su arte. Cuando Loyola, en el año
1538, bajó de Venecia a Roma, Buonarrotti estaba pintando
el Juicio Universal; es bastante probable que el Fundador de la
Compañía de Jesús lo hubiera visto y admirado
cuando, en 1541, fue descubierto el terrible fresco.
Los dos gigantes al servicio del
Eterno deben haber tratado, sobre todo, de la nueva iglesia. Miguel
Angel hizo bastante pronto el proyecto y modelo, porque el 6 de
octubre de 1554 San Ignacio, junto con el Cardenal de la Cueva
y otros personajes, pudo asistir a la colocación de la
primera piedra. Sabemos por el P. Polanco, presente en la ceremonia,
que el arquitecto bajó al foso para colocar con sus mismas
manos la piedra: «Descendió a los cimientos para asentar
la piedra». Aquel arquitecto no podía ser otro que Miguel
Angel, autor del proyecto, y no un simple contramaestre. El Maestro,
que hacía aquel trabajo «por sola devoción», quiso
cumplir por sí mismo, no obstante el peso de los años,
aquel gesto piadoso, confiado, ordinariamente, a un simple albañil.
Pero, desgraciadamente, la iglesia
del Gesú no pudo ser construída según el
modelo ideado por Miguel Angel; surgieron nuevas dificultades
por la oposición de algunos nobles propietarios de los
palacios vecinos —Altieri y Muti— y Loyola abandonó la
empresa que solamente algunos años después de su
muerte fue llevada a término con los diseños de
Vignola. Hasta ahora no se ha encontrado ningún resto de
los diseños de Miguel Angel.
También, ésta, es una
de tantas obras perdidas de Miguel Angel. Pero no es difícil,
teniendo ante los ojos las creaciones de su genio de arquitecto,
reconstruirla en la fantasía. Ciertamente hubiera sido
más austeramente sencilla, menos suntuosa, menos sobrecargada
de mármoles y adornos que la que hoy se ve como obra admirable
de la arquitectura barroca, pero no conforme con el primitivo
espíritu de ascética pobreza del primer General
de los Jesuítas.
Otro nombre une en nuestro recuerdo
a San Ignacio y Miguel Angel: el de Jacobo del Conte, pintor florentino,
del que hemos ya hablado a propósito de su chismosa y calumniosa
ingratitud.
Cuando murió San Ignacio el
31 de julio de 1556, sus compañeros se apresuraron a llamar
a la celda, donde todavía yacía su padre, a Jacobo
del Conte para que lo retratase. Y, así, la única
imagen auténtica de Loyola, fue pintada por la misma mano
que nos ha conservado, también, la de Miguel Angel.
NOTA: El presente artículo
ha sido enviado por D. Junto Gárate desde Argentina y está
tomado de la obra de Giovanni Papini: Vita di Michelangiolo nella
vita del suo tempo. Arnoldo Mondadori Editare. Gennaio 1964, y ha
sido traducido por el P. Carlos Goena, S. J. |