Al
carlismo se le ha considerado como algo propio de la historia
política. Sin embargo, es evidente que no sólo es
un partido, pues, de serlo, hubiera sido incapaz de sobrevivir
si, junto a lo más estrictamente político, no se
hubiese nutrido de un complejo entramado de ritos, fiestas y símbolos.
Del carlismo hay que estudiar lo electoral, lo programático,
lo organizativo; pero también la vivencia cotidiana de
sus protagonistas. Para ello, las fiestas y el ritual festivo
del carlismo sirven para profundizar en su dimensión vivencial
y antropológica.
La tesis básica
de este texto es la necesidad de examinar la transformación
carlista más reciente como un fenómeno en el que
la secularización juega un papel de suma importancia, como
un proceso mediante el cual se dejaron en segundo plano elementos
hasta entonces centrales, especialmente el religioso. En este
sentido, secularización no significa abandono o reacción
contraria, sino una paulatina subordinación. Lo festivo
sería, en este caso, índice de un proceso más
amplio, un reflejo de la situación general. El carlismo
se modifica, pero también pervive; se construye: los carlistas
no "son", se crean, y para ello hacen falta elementos
concretos. Quizá el más básico sea la familia,
pero también otros que colaboran en el soporte de esa identidad,
en el reclutamiento y afianzamiento de voluntades. Lo festivo
permitía asimilar mejor los principios y reforzar la identidad.
Entre la muerte de Alfonso Carlos (1936) y la adopción
por Javier de Borbón-Parma de la pretensión carlista
(1952-7), se vive la pérdida de referencias simbólicas,
impulsada por la configuración del franquismo.
En los sesenta la
transformación de la sociedad abarcó a una buena
parte de sus fundamentos principales, pero también a aspectos
aparentemente menores. Buen ejemplo de ello son las críticas
a las fiestas de San Fermín en Pamplona, que acusan ese
proceso de secularización: "Partiendo de un principio
religioso, fue luego ocasión de regocijo popular y, más
tarde, espectáculo «made in Pamplona» para uso de extranjeros,
viniendo a acabar en inaguantable matiz de gamberrismo. […] Falta
una auténtica religiosidad", dice el boletín
eclesiástico pamplonés en 1968. En el fondo, constataba
el final de una sociedad, los frutos de un cambio vertiginoso.
Las fiestas carlistas
son fiestas sociales por oposición a las fiestas naturales,
en parte por no corresponder a las motivaciones de carácter
estacional, agrícola-ganadero o mítico de aquéllas.
Estaríamos ante fiestas urbanas, ajenas al mundo reglado
y estacional del campesino. Son actos vinculados a realidades
sociales y a compromisos individuales, por cuanto implican de
decisión voluntaria. La propia existencia del carlismo
como movimiento está determinada por la aparición
de nuevas formas de organización derivadas del mundo liberal.
Su aparición es el resultado de la problematización
del ser tradicional, una muestra de la alienación que afecta
al mundo del Antiguo Régimen, que, para explicarse, ha
de acudir a los modelos liberales. El carlismo sería un
paso intermedio entre el mundo tradicional y el "nuevo",
una transición de larga duración. Por ello, la secularización
de las festividades carlistas constituiría una aceleración
del ritmo lento que desde el XIX adaptó las viejas a las
nuevas realidades. Las fiestas del carlismo pertenecen a una parte
de la sociedad, y no porque no haya voluntad de que todos las
compartan, sino porque se han restringido sus seguidores. Al organizarse,
el carlismo opta por un modelo excluyente y por ello, la inserción
en él no es automática, es voluntaria. Estamos,
paradójicamente, ante un fenómeno de Nuevo Régimen.
Pueden trazarse dos
tipos de fiestas carlistas: las circunstanciales y las ordinarias.
Antes de los sesenta destacaba su marcado componente religioso,
que actuaba como elemento de cohesión. Entre las primeras
sirven de ejemplo dos: 1) la organización de la Agrupación
Deportiva Tradicionalista, deportiva, pero con un especial acento
religioso, para la que es evidente que el deporte y la camaradería,
formaban parte de un universo moral de valores religiosos dominantes.
El objetivo del deporte en el tradicionalismo carlista era socializar
su concepción del mundo, difundir una moralización
que entroncaba con sus ideales; 2) en los funerales al regreso
de los muertos durante la guerra civil se usó políticamente
a quienes se consideraba los más dignos representantes
del carlismo, sus nuevos mártires y representantes simbólicos
a los que se sacaba del anonimato como referencia para los que
se mantenían en la lucha. Entre las ordinarias, habría
que destacar las romerías a Montejurra, nacidas en la tradición
romera navarra. Desde su creación (1939) se insistía
en lo religioso: el día elegido, el protagonismo clerical,
el tributo a los muertos en la(s) guerra(s) civile(s).
Tras el eje de los
sesenta, y como pone de manifiesto Carlismo y música
celestial, de Francisco Larrainzar, es evidente el rechazo
desde las nuevas corrientes hacia lo más tradicionalista
de un carlismo al que no identificaban con el auténtico.
Sin rechazar el aspecto religioso, procedieron a una secularización
del que ya comenzaba a llamarse Partido Carlista. El carlismo
se declaraba aconfesional y se criticaba a la jerarquía
eclesiástica por su pasividad hacia el régimen;
declararon la compatibilidad del cristianismo con el socialismo
y su cercanía a movimientos como la Teología de
la Liberación. Distinguía la práctica popular
y su interesada utilización por las oligarquías.
Se rechazó la confesionalidad de los partidos políticos,
y exijieron la separación de Iglesia y Estado. Estas ideas
se tradujeron en celebraciones y fiestas marcadamente láicas.
Así, por ejemplo, los nacimientos de los hijos de Carlos
Hugo e Irene se convirtieron en actos de afirmación carlista,
símbolo de continuidad y enraizamiento de las nuevas corrientes.
También los cumpleaños de Javier de Borbón-Parma,
cuya celebración coincide con una declaración política,
un documento o una decisión relevante. Pero quizá
donde más resalte esa secularización sea en Montejurra,
donde la transformación se hace evidente, lo que lleva
a sectores tradicionalistas a pedir una "reconquista"
de la montaña. Los mensajes y contenidos religiosos dejaron
paso a una presencia de lo político muy acusada y, desde
1966, los discursos no volvieron a tener un eje religioso. También
se ve el cambio en los funerales, y en este caso los realizados
por los muertos en 1976. En las condenas destacaron algunos elementos:
1) la insistencia en la unidad del pueblo y de las fuerzas políticas:
los que dispararon, el gobierno, eran el anti-pueblo, el enemigo;
2) los fallecidos no sólo encarnaban al pueblo, sino a
la verdad y a la propia libertad; 3) los muertos se convirtieron
en mártires del nuevo carlismo. Eran los nuevos Mesías
que proporcionaron al carlismo renovado su salvación, el
paso hacia una nueva trayectoria.
La transformación
del carlismo en los sesenta afecta a lo ideológico, a las
ideas y a sus manifestaciones políticas, pero también
a las prácticas vinculadas con él. Lo que ocurre
en el carlismo es el reflejo del mundo en el que se inserta, en
radical transformación. En este proceso hubo tensiones,
conflictos y lealtades maltrechas, pero también pervivencias,
continuidades y elementos que relacionan unos y otros momentos.
La religión jugó su papel, en retroceso, pero conservando
algo, lejanos los días de su centralidad absoluta.
Francisco Javier Caspistegui Gorasurreta,
Dpto. de Historia. Univ. de Navarra |