El
idioma es un instrumento de comunicación. En función
de los fines perseguidos o de las circunstancias en las que se
emplea, adquiere distintas formas lingüísticas, denominado
en el caso del Derecho lenguaje jurídico. A pesar de lo
extendida que está la costumbre de facilitar definiciones,
me permito abstenerme de proporcionar ninguna a este respecto,
dada la frecuente inoperancia del propósito de condensar
una realidad en una única y acotada frase, como viene a
ser en el caso del lenguaje jurídico, ante su falta de
homogeneidad.
Las variables lingüísticas
Las variables lingüísticas
se determinan en base a tres factores:
- El espacio: los lenguajes varían
conforme al ámbito geográfico. Incluso dentro
de una misma lengua cabe distinguir varios lenguajes locales
-en nuestro caso, los dialectos y subdialectos vascos- .
- El tiempo: el lenguaje de antaño
y el actual no son iguales. No hace falta escoger un amplio
lapso de tiempo para apreciar dicha diferencia, basta con detenerse
en el paso de una generación a otra.
- El grupo: tampoco las personas
pertenecientes a distintos grupos lingüísticos emplean
el mismo lenguaje, que con frecuencia varía en función
de su nivel social. Estas diferencias, en nuestro caso, vienen
marcadas, más que por la clase social, por el nivel académico.
Con arreglo a este último
factor cabe asimismo destacar el sociolecto o lenguaje empleado
entre las personas que comparten una misma profesión, que
confiere al hablante el estatus de pertenencia al grupo. El sociolecto,
que no debe confundirse con el lenguaje técnico, llevado
a sus extremos sería un argot cuya finalidad, además
de dotar de identidad propia al grupo, sería la de resultar
incomprensible por los no pertenecientes al mismo.
La modalidad lingüística
de cada persona viene condicionada por el enclave geográfico,
época y grupo a los que ésta pertenece. Y es que
la afirmación de que el lenguaje perfila nuestra personalidad
se fundamenta precisamente en el hecho de que nos sentimos identificados
con el idiolecto o lenguaje determinado por las tres citadas coordenadas
que llevan a sentirnos miembros de un lugar, de un tiempo y de
un grupo concretos.
El estándar
Por encima tanto del geolecto, cronolecto
y sociolecto presentes en todas las lenguas como del idiolecto
personal, se encuentra el denominado lenguaje estándar,
una variable lingüística existente únicamente
en las lenguas desarrolladas, absolutamente necesaria para su
supervivencia y salubridad, y que los hablantes emplean de una
forma neutral para garantizar la mutua comunicación.
En el caso del euskera,
hay que tener cuidado de no confundir el euskera estándar
con el euskera batua. Cierto que las normas y recomendaciones
aprobadas para este último resultan provechosas para la
consolidación del euskera estándar; sin embargo,
puede darse el caso de que éste último tenga la
condición de dialecto, como sucede, por ejemplo, con el
vizcaino estándar -a este respecto, cabe subrayar el esfuerzo
realizado por los grupos de euskera de determinadas localidades
por consolidar los subdialectos estándar- .
Lo que en todo caso está fuera
de dudas es que el lenguaje estándar constituye el pilar
básico de los lenguajes de especialidad, motivo por el
cual es importante que haya alcanzado un cierto grado de consolidación.
Aunque todas las lenguas cuentan con las ya mencionadas variables,
únicamente aquéllas que dispongan de un lenguaje
estándar darán lugar a los lenguajes técnicos
o especializados.
El tecnolecto
El tecnolecto o lenguaje de especialidad,
es una variable lingüística para fines especiales
(en inglés, language for special purposes = LSP)
que tiene por objeto garantizar la comunicación técnica
entre los expertos. En nuestras universidades recibe el nombre
de euskera técnico.
Este lenguaje técnico cuenta
con una terminología y fraseología específicas,
aunque no todas comparten el mismo nivel de abstracción.
De menos a más, se encuentran el lenguaje profesional (como
por ejemplo el pesquero, que se sirve de palabras singulares aunque
pertenecientes al lenguaje estándar, con total ausencia
de la abstracción), el lenguaje técnico, el lenguaje
científico y el lenguaje simbólico (como es el caso
de la simbología matemática, de lenguaje absolutamente
abstracto).
En el caso del Derecho, las leyes
y normas presentan por lo general un mínimo nivel de abstracción,
casi única y exclusivamente perceptible en el caso de las
generalizaciones, aunque prácticamente inexistente en los
documentos jurídicos (contratos, testamentos, etc.). Por
contra, el mayor nivel de abstracción se encuentra en la
dogmática y en la ciencia del Derecho, muchos de cuyos
conceptos jurídicos, lejos de constar en los textos normativos,
son resultado de la conceptualización derivada de la búsqueda
de interpretaciones coherentes de las normas.
El ordenamiento jurídico,
foco de interés para el ciudadano, debe redactarse de un
modo que facilite su comprensión; sin embargo, en vista
de lo próxima que se encuentra la ciencia del Derecho con
respecto a los intereses de la filosofía y de los expertos,
difícilmente se podrían defender la homogeneidad
del lenguaje jurídico y de su redacción. El lenguaje
predominante en los documentos jurídicos y tecnolectos
es el estándar, que resulta más claro cuando emplea
términos procedentes del tecnolecto, al menos en lo que
respecta a los textos legales, al ser estos de aplicación
general o, cuanto menos, a una gran parte de la sociedad.
Dejaremos para más adelante
el análisis de la diferencia existente entre el tecnolecto
(lenguaje técnico) y el sociolecto (lenguaje de un grupo
creado por los expertos de un determinado ámbito en el
ejercicio de su profesión).
El lenguaje jurídico
El Derecho, en tanto que regula,
y por tanto, condiciona, la vida y los intereses de los individuos,
ha de emplear un lenguaje claro y concreto, perfectamente comprensible
para la gran mayoría de los miembros de la sociedad. La
realidad, sin embargo, suele por lo general ser bien distinta.
Se diría que uno de los requerimientos
de la seguridad jurídica habría de ser la concomitancia
entre el lenguaje del Derecho y el empleado por la sociedad en
el que es aplicado, pero no es el caso. Y es que la función
encomendada al Derecho de regular las relaciones sociales la lleva
a huir de las imprecisiones que manifiestan innumerables palabras
del lenguaje coloquial y a concretar, delimitar e incluso cambiar
artificialmente su significado.
El interminable proceso
de concreción de términos -o de las palabras técnicas-
supone más una meta que un triunfo. Una anécdota
puede resultar de ejemplo suficientemente esclarecedor como para
mostrar la divergencia existente entre el lenguaje coloquial y
el técnico-jurídico. Se trata de cuando el abogado
comunica a su cliente que no dispone de capacidad de obrar
para tal o cual actuación jurídica, a lo que éste,
indignado, le responde que se encuentra ante una persona de suma
capacidad de obrar, que cuenta con una sólida formación
y preparación académica. Resulta que la comunicación
no ha sido satisfactoria: mientras que el término jurídico
empleado por el abogado alude a la capacidad legalmente recogida
en el Código Civil, el cliente realiza una interpretación
coloquial, entendiendo que tal término se refiere su propia
valía o destreza.
La terminología del Derecho
Otro tanto sucede con respecto a
la terminología. Tomemos por ejemplo la palabra persona:
si bien en el lenguaje coloquial significa "ser humano", en el
ámbito del Derecho es todo sujeto titular de obligaciones
y derechos quien tiene tal consideración, corporaciones,
sociedades, comunidades o fundaciones inclusive. De igual modo,
la palabra manutención significa coloquialmente
"alimento", pero en el Derecho Civil su acepción se extiende
a la vivienda, la vestimenta, la educación, y, en fin,
a todo lo necesario para vivir.
Toda esta serie de "nuevos" significados
vienen establecidos en la ley. Así, los diccionarios definen
la palabra interesado como persona que tiene interés
o curiosidad en una cosa, pero el significado que adquiere en
el Derecho Administrativo viene determinado por el artículo
31 de la Ley 4/1999 del Régimen Jurídico de las
Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo
Común, en la que de poco sirve el tener interés
o curiosidad.
Por último, cabe decir que
el lenguaje técnico-jurídico ocasionalmente se sirve
de palabras en desuso en el lenguaje coloquial, tales como evicción
o soborno.
Un lenguaje jurídico claro
El principio de la seguridad jurídica
exige, por tanto, que toda definición de los términos
y expresiones que se aleje del significado que adquieren en el
lenguaje coloquial sea proporcionada por las propias normas, como
de hecho acostumbran a hacer, aunque no siempre.
De igual modo, hay que tener en cuenta
que el sociolecto que emplean los expertos de un determinado ámbito
perjudica seriamente al lenguaje técnico o tecnolecto.
El enrevesado lenguaje empleado en la literatura jurídica
nada tiene que ver con el lenguaje técnico. Hay que tratar
de evitar la confusión entre la fraseología y el
léxico que los operadores del Derecho emplean en sus informes,
recursos, sentencias y escritos con la terminología.
El reiterado empleo de la palabra
otrosí que consta en las peticiones de los escritos
que los abogados presentan al juez no responde a una exigencia
legal; no se trata más que de un innecesario vestigio de
la antigua retórica. En realidad, bastaría con enumerar
las peticiones bajo un sólo epígrafe, como podría
ser ruegos, pero nos empeñamos en acatar las costumbres
como si se trataran de auténtica terminología jurídica.
Lo mismo cabe decir respecto a la repetitiva utilización
de teniendo en cuenta que, en lugar de recurrir a términos
como Hechos Probados o Fundamentos de Derecho.
Finalmente, hay que tener en cuenta
que el lenguaje jurídico es un instrumento de comunicación
que concierne no sólo a los expertos, sino también
a los ciudadanos de a pie cuyos intereses debe defender. El hecho
de que el abogado haga las veces de intérprete no garantiza
de por sí la seguridad jurídica; el cliente debe
conocer y entender el contenido de los escritos que le afectan,
incluso para el mero hecho de cerciorarse de la calidad de la
labor del abogado. La costumbre de estos últimos de ignorar
al cliente en los escritos dirigidos al juez como si el asunto
en cuestión no fuera de su incumbencia, y de tratar de
emplear un lenguaje lo más cultivado posible, está,
desafortunadamente, demasiado extendida, cuando lo recomendable
sería que los textos jurídicos, sin necesidad de
rebajar su formalidad, procuraran aproximarse al lenguaje estándar,
máxime teniendo en cuenta que se trata de la base del lenguaje
jurídico.
De este modo, el lenguaje jurídico
sería no ya un enrevesado argot, sino un eficaz instrumento
de comunicación que, en aras de cumplir con su finalidad
comunicadora, variaría en función de los objetivos
y de las circunstancias de cada ocasión, teniendo en todo
momento presentes a los receptores e interesados en su contenido.
Jon Agirre Garai, Director del
Servicio Oficial de Traducción-HAEE/IVAP |