Sonambulismo tecnológico: el regreso al futuro de la tecnología
José A. López Cerezo

 

Nuestro actual soberano señor

En su Historia de Inglaterra bajo la Casa de Tudor (1759), David Hume realiza un curioso comentario sobre Enrique VII. El texto del conocido filósofo escocés destila fina ironía y una cierta complicidad. Hume nos habla de los problemas de Enrique VII para justificar, ante sí mismo y ante su pueblo, su derecho a conservar la Enrique VIIcorona como rey de Inglaterra (y de Francia - tal como gustaban añadir los regentes ingleses de la época). Enrique Tudor, conde de Richmond y partidario de la Casa de Lancaster, había conseguido desposeer a los legítimos herederos de la Casa de York (comenzando por el antiguo rey, Ricardo III) gracias a sus conquistas en el campo de batalla. En 1485, el reservado y audaz conde de Richmond se hace coronar como Enrique VII. El pueblo, soliviantado; los nobles, enfadados; y el propio rey accidental, atormentado por las dudas. Enrique VII buscaba argumentos a fin de legitimar la condición a la que había accedido de la forma más irregular.

Desde luego no podía argüir derechos de sangre dado que otros podrían pretender su cetro con tantas o más razones que Enrique. Tampoco había obtenido aún la sanción eclesiástica del Pontífice en Roma. No era rey legítimo ni a los ojos de sus antepasados ni a los ojos de Dios. También desechó esgrimir los hechos mismos, apelando al derecho otorgado por la fuerza de las armas. Otros podrían volver sus armas contra él razonando del mismo modo. Por fin obtuvo lo que andaba buscando: un argumento infalible. Nadie podría rebatirlo ni nadie podría usarlo en su contra. Hacerlo significaría perder la cabeza a manos de la lógica y también, con seguridad, del verdugo.

El argumento era bien simple: la mejor razón para conservar la corona, y continuar siendo rey de Inglaterra, era que ya la poseía. Ser rey, así, implica seguir siéndolo. De hecho, el estatuto que establecía su derecho al trono eludía cualquier consideración sobre derechos hereditarios al indicar únicamente su condición presente: "Nuestro actual soberano señor, el rey Enrique" (Historia de Inglaterra, E.L. Woodward, 1962). Enrique VII acabó, según Hume, siendo un buen monarca. Obtuvo el respaldo papal, mezcló su sangre con la Casa de York, y contribuyó a hacer de Inglaterra un gran país bajo la dinastía Tudor. Sin embargo su razonamiento, aunque obtuvo el efecto esperado, era un razonamiento defectuoso. Enrique VII cometió la falacia naturalista: pasar del "es" al "debe", concluir "así debe ser" a partir del "así es". La constatación de un hecho no constituye base suficiente para inferir su necesidad o prescribir su ocurrencia. (INDICE)


Enrique VII entre nosotros

De una modo análogo a la historia, la ciencia y la tecnología contemporáneas no son demasiado respetuosas con la lógica. El intento de reducir la ética a la biología, por parte ciertas versiones extremas de la sociobiología moderna, es un ejemplo ilustrativo en el terreno de la ciencia. Pero el caso de la tecnología es quizá más interesante por ser más familiar y ubicuo. De hecho, el ejemplo de las tecnologías atrincheradas, es decir, aquellas tecnologías profundamente arraigadas en nuestro tejido socioeconómico y nuestras formas de vida, es perfectamente similar al de Enrique VII.

Prueba nuclear

El mejor, aunque defectuoso, argumento con el que parecen contar ciertas tecnologías para seguir entre nosotros en el futuro es que ya se hallan entre nosotros y, además, es extremadamente difícil su erradicación. En esta categoría, en mi opinión, se encuadran algunas tecnologías naturales y sociales bien conocidas: la televisión, fuente de incomunicación y enajenación; un sistema de transporte edificado sobre el vehículo personal privado; la energía nuclear, con su constante amenaza sobre el medio y sobre las vidas humanas; un sistema bancario basado en la usura; el ejército y la producción de armamento, que no merecen comentarios; un sistema sanitario casi exclusivamente asistencial; un sistema educativo que fulmina la creatividad y el espíritu crítico; etc. etc.

En la conocida novela de Mary Shelley (1818), el "Prometeo moderno" resulta ser un monstruo que escapa al control de su creador. ¿Qué podemos hacer ante tecnologías que, como la Frankensteincriatura de Víctor Frankenstein, parecen tener una vida propia que contribuye a arruinar las nuestras? Se trata de tecnologías fuertemente atrincheradas en nuestra sociedad, en el sistema socioeconómico y la organización de nuestras vidas, y, de este modo, parecen escapar a nuestra capacidad de elección y control. ¿Acaso debemos resignarnos al "sonambulismo tecnológico", en la afortunada expresión de Langdon Winner? ¿Es éste el futuro que nos depara el cambio tecnológico? (INDICE)


Evaluación de tecnologías

Es cierto que desde el años 70, tras la convulsión social de los 60 y la consecuente sensibilización social de políticos y académicos, se ha desarrollo un movimiento de evaluación de tecnologías que trata de someter éstas a un cierto control público, detectando y analizando sus problemas con el fin de maximizar sus impactos positivos y minimizar los negativos (siempre a la luz teórica de "valores sociales"). Este movimiento, todavía incipiente en España, ya ha producido técnicas e instrumentos evaluativos diversos. Unos de cerrado carácter economicista (como el análisis coste/beneficio) y otros de carácter abierto e integrador (como la evaluación constructiva). Como también ha producido este movimiento, en países de nuestro entorno cultural, la creación de diversos mecanismos institucionales responsables de ejecutar tal control público del desarrollo tecnológico. Ejemplos podemos encontrarlos en el Reino Unido, Dinamarca, Alemania o los Países Bajos.

Ahora bien, con independencia de su eficacia y sensibilidad democrática, tanto la herramienta evaluativa como el ámbito de su uso institucional se restringen habitualmente al control de las nuevas tecnologías o de nuevos desarrollos de tecnologías familiares. Quizá tengamos motivos para ser optimistas frente a la ingeniería genética o las tecnologías informáticas. Este, sin embargo, no es el caso de la televisión o del actual sistema sanitario. ¿Qué podemos hacer frente a viejos desarrollos de viejas tecnologías? ¿Acaso estamos condenados a "regresar al futuro" en el nuevo milenio, repitiendo experiencias que, de haber tenido en su momento la información suficiente, hubiésemos preferido evitar o, al menos, corregir?

La evaluación de tecnologías difícilmente puede servir de escudo protector frente a impactos negativos ya instalados entre nosotros, impactos de los que dependen nuestras instituciones, nuestro sistema productivo y nuestras vidas diarias. Es más, estas tecnologías se encuentran atrincheradas en un sentido aún más básico: con el cambio introducido en nuestras formas de vida han transformado también nuestros valores. Lo pasamos tan mal en la escuela siendo niños, que nos parece que algo bueno tiene que haber en todo ello, o al menos que era un penoso deber. De modo que volvemos a enviar a nuestros hijos con el fin de que sean convenientemente despersonalizados. Estamos tan idiotizados por la televisión que nos complace seguir estándolo, e incluso buscamos justificación para ello. De nuevo, una vieja conocida: la falacia naturalista. Lamentablemente no contamos con profesionales de los mundos posibles, con filósofos imaginativos que puedan decirnos, y menos aún convencernos, cómo sería si no ....

La evaluación de tecnologías al uso, por desgracia, nos deja huérfanos frente a las tecnologías firmemente instaladas entre nosotros. Es difícil concebir un instrumento evaluativo que, basado en los actuales, pueda estimar contrafácticamente la deseabilidad social de correcciones posibles o la erradicación de tecnologías ya atrincheradas. El motivo es simple: ¿qué valores sociales podrían utilizarse para estimar tal deseabilidad, distinguiendo entre impactos negativos y positivos? ¿Acaso los valores sociales presentes, irremisiblemente modificados, o bien la reconstrucción hipotética de los correspondientes valores sociales antes de la introducción de la tecnología en cuestión, o acaso los que imaginemos que previsiblemente puedan resultar de la eventual corrección o erradicación? (INDICE)


Compromiso personal, activismo social

Deberíamos ser prudentes en este punto. En cuestión de valores hipotéticos o imaginables sólo podemos aspirar a la mera conjetura. Y la profesión de visionario sigue siendo un fraude, se mire desde donde se mire. Nadie tiene derecho, parafraseando a Isaiah Berlin, a forzar a otro a actuar contra su propia voluntad arguyendo que eso es lo que él (o ella) haría si supiese lo que realmente le conviene. Este es el espinazo ideológico de todas las dictaduras. Si la televisión es una basura y si el sistema educativo es un fraude, una propuesta razonable es que tratemos de convencer a otros, es decir, que intentemos el cambio en los hábitos y los valores de aquellos que nos rodean. Sólo de este modo podemos aspirar a que se socaven los cimientos de esas tecnologías en nuestra sociedad, sólo de este modo estaremos en condiciones de modificar nuestras formas de vida y cambiar nuestras tecnologías en una sociedad democrática para el siglo XXI. ¿Utopía? ¿Impotencia personal? Los ideales utópicos constituyen el motor de los cambios sociales, y la acción individual, aparte de la rabia ludita del rompe-máquinas, es el único combustible del que en este punto parecemos disponer. Recordar las palabras de Edmund Burke constituyen posiblemente el mejor acicate moral: nadie comete mayor error que aquel que no hace nada porque sólo puede hacer un poco.

Una lección desde luego podemos aprender de todo esto en nuestro regreso al futuro: la necesidad de una evaluación temprana y monitorización del desarrollo de las nuevas tecnologías, de las tecnologías aún no atrincheradas. Entre éstas, particularmente, las nuevas tecnologías de procreación artificial y las tecnologías genéticas de diagnóstico y terapia constituyen quizá las innovaciones potencialmente más revolucionarias por lo que respecta a nuestros valores y formas de vida. Su debate público y control social frente al milenio que ahora comienza es un deber colectivo que todavía estamos en condiciones de ejercer. Los viejos estilos tecnocráticos, sostenidos sobre una imagen distorsionada de la ciencia, sólo contribuyen a nuestra enajenación política. Y, como es habitual, la respuesta está en la acción individual, en el aula o en la cafetería, en el trabajo y en las urnas. "El silencio --decía Abraham Lincoln-- hace cobardes a los hombres." No es casual que los peores lugares del infierno de Dante estén reservados para la inacción complaciente, para aquellos que son neutrales en tiempos de tempestad. (INDICE)


José A. López Cerezo, Universidad de Oviedo

Euskonews & Media 116.zbk (2001 / 3 / 23-30)


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