Precio político y modelo de alimentación en Navarra
(siglos XVIII-XX)
Carlos Sola Ayape

 "Cuando el pan es caro,
los pobres no se pasan a los
pasteles".
(E.P.Thompson)

Estas páginas son deudoras de la tesis doctoral "Hambre, abasto urbano de pan e intervencionismo municipal: el Vínculo de Pamplona (1527-1933)", que defendí en la Universidad Pública de Navarra a comienzos de 1998. De la resaca propia de un trabajo de investigación de estas características surgió un buen número de reflexiones finales, algunas de las cuales se presentan ahora. A tenor de la propuesta, lo que aquí se pretende es avanzar unas cuantas valoraciones sobre el binomio "precio político" versus "modelo alimenticio" en un espacio y un lapso de tiempo determinados, como es la Navarra contemporánea. Empezaré por la segunda parte para entender mejor el sentido de la primera.

I. Modelo de alimentación y demanda rígida
Desde antiguo, el modelo alimentario navarro se definió en torno a la llamada "trilogía mediterránea", es decir, sobre la base de tres alimentos básicos como el pan, el vino y el aceite. La orografía y clima de Navarra permitieron el cultivo del trigo, viñedo y olivar, respectivamente, para dar forma al paisaje rural y constituir la razón de ser de una economía preeminentemente agraria. De este tridente, un alimento sólido y dos líquidos, cabe destacar el protagonismo de los cereales en la conformación de las dietas de la mayoría de la población. El pan se erigió como el alimento base, el soporte de la pirámide alimenticia, el primer alimento entre los primeros. Sin embargo, y al menos desde un punto de vista social, hablar de cereales es hablar de nada, al haber cereales de primera y cereales de segunda. La preferencia hacia el trigo, contrasta con la postergación de otros como la cebada, la avena, el centeno y, ya a partir del siglo XVIII, del maíz. La jerarquización de los cereales se ajustó a las preferencias del gusto y en consecuencia a la estratificación económica de la sociedad. La cotización del trigo será superior a la del resto, debido a su mayor riqueza nutritiva, de ahí que no todos pudieran degustar la hogaza de pan de trigo. Pero esta jerarquización también se reprodujo en el caso del pan, el pan de trigo. El espesor del cedazo marcó la elaboración de harinas de primera, de segunda y de tercera. Harinas todas ellas de trigo, pero desiguales en cuanto a color y finura, y en consecuencia en cuanto a precio. Con las primeras se hacía el pan blanco, el pan de primera, con las de tercera el pan de tercera, el pan oscuro, también conocido como pan de pobres. Esto es, pan blanco y pan negro, pan de ricos y pan de pobres, pan para unos pan para el resto. Un alimento como el pan, aunque fuera de trigo, reproducía una vez más la estratificación socioeconómica de la población. El poder adquisitivo era el que marcaba el consumo de un cereal u otro, de un pan u otro, de la misma forma que marcada la selección y variedad de la cesta de la compra. Así fue, así lo sigue siendo.

La capacidad adquisitiva marcó el acceso al alimento hasta convertirse en una constante histórica. Sólo unos pocos podían permitirse una dieta rica, variada y hasta caprichosa, y concederse el lujo de privarse hasta del consumo de pan, ese alimento barato de alto poder nutritivo. El resto estaban obligados a reunir un pedazo de pan cada día y algo más para llevarse a la boca. La calidad del bolsillo marcaba esta dualidad social, para hacer del pan un alimento base, esencial, indispensable para la mayor parte. Esta es precisamente la razón que explica la rigidez de la demanda del pan. El pan permitía saciar el hambre, además garantizar un aporte nutritivo básico. No había alimentos sustitutos –cuestión de bolsillo-, y siempre había que comer pan, siempre había que demandar pan. Pero, además, a la escasa capacidad de compra de la población, a la dieta monótona y frugal y finalmente a la inelasticidad de la demanda del pan, hay que sumar como un factor añadido más las crisis de subsistencias, que condicionaron sobremanera la certidumbre alimenticia. La necesidad de pan conformaba un modelo de alimentación vinculado en exceso a las cosechas y por tanto la presencia del trigo en los mercados urbanos dependía finalmente del caprichoso y arbitrario comportamiento del tiempo. Una sequía prolongada durante el ciclo de maduración del trigo o una pedregada antes de la siega era suficiente para mermar la cosecha, reducir la oferta frumentaria y finalmente encarecer sobremanera los precios. Para desgracia de los pobres, las crisis alimenticias calendarizaron el devenir del tiempo con una periodicidad alarmante, para poner al descubierto la debilidad del mercado y los profundos desajustes entre la oferta y la demanda alimenticias. No hay más que acercarse a los voluminosos libros de abastos de los ayuntamientos navarros para cerciorarse de las bruscas oscilaciones de los precios, principalmente del trigo y el pan, de un día para otro e incluso a lo largo de una misma jornada. La inestabilidad de las cotizaciones de los artículos de primera necesidad ha sido una de las grandes constantes de la Historia, que no hacen sino desvelar las deficiencias estructurales inherentes a este tipo de mercados.

En buena lógica, en un mercado integrado la carestía de un artículo se suple con su reposición mediante la importación, algo que no siempre sucedió en el pasado. A la precaria y escasa red viaria, se unían las condiciones de unos medios de transporte lentos e ineficientes. Hasta la llegada del ferrocarril a fines del siglo XIX, el arriero, la caballería y el carro fueron los protagonistas del acarreo del grano, una mercancía ya de por sí especialmente voluminosa y pesada. El transporte era lento, costoso y hasta incierto, ya que el mal estado de los caminos, por no decir los salteadores, impedían muchas veces que el grano llegase a su destino. No era fácil conectar los centros de producción con los de consumo, y cuando se hacía había que añadir altos costes adicionales, por comisiones, acarreo y otros gastos. Si ya de por sí era difícil asegurar un mendrugo de pan a buen precio, en tiempos de crisis de subsistencia el precio alto dejaba a muchos consumidores fuera de su consumo. ¿Qué hacer cuando el pan cotizaba alto y el hambre apretaba más que nunca? ¿Cuál era la respuesta de la autoridad política competente? ¿Cuál la actuación de los gobernantes hacia sus gobernados?

II. Precio de mercado versus precio político
Del punto anterior ha quedado claro que una cosa es la demanda y otra bien distinta las necesidades. En una economía de mercado, para que las necesidades alimenticias se conviertan en demanda se requiere de una cierta capacidad adquisitiva, eso que Amartya Sen nominó como las "titularidades al alimento", es decir, la disponibilidad de una persona o grupo para saciar sus apetencias a través del dinero, venta de la fuerza de trabajo o, por ejemplo, el intercambio de otros bienes. Pero es que además hay otra máxima irrefutable: el precio de las cosas será el resultado de un equilibrio entre la oferta y la demanda. Si la oferta es elevada el precio bajará, si la oferta disminuye el precio aumentará; si la demanda aumenta el precio subirá, si la demanda disminuye el costo de las cosas descenderá. Dicho de otro modo, el precio se convierte en un mecanismo redistribuidor de los recursos y así el reparto del alimento tiene lugar a través de estas variaciones de precios. Ahora bien, qué es lo que sucede cuando lo que se plantea es el acopio de alimentos básicos, de demanda rígida, indispensables para la supervivencia misma. Qué es lo que pasa cuando la oferta no es suficiente para cubrir la demanda, y los precios se disparan hasta tal punto que una parte de la población queda privada de su consumo, teniendo claro, eso siempre, que el hambre y las ganas de comer no entienden ni de precios, ni de ofertas ni de demandas.

Ya desde la Navarra medieval, el acopio de alimentos se convirtió en una cuestión política de primer orden. Las autoridades velaron por el abastecimiento del Reino e impidieron regularmente que la población quedase al albur del hambre. Desde entonces, y hasta el siglo XIX, se conservó un tipo de economía política fuertemente intervencionista en el mercado de los abastos, al compás del mercantilismo hegemónico en la Europa de entonces. El cometido de este paternalismo no será otro que el de asegurar el equilibrio entre la oferta y demanda alimenticia a buenos precios, a través de estrategias varias como la fundación de vínculos o pósitos de trigo para garantizar las reservas de grano, la fabricación de pan en tahonas municipales o la regulación de los precios a través de las llamadas tasas o precios máximos. La previsión era el mejor remedio para combatir la incertidumbre de las cosechas y, sólo así, el precio de los alimentos podía quedar sujeto a la vigilancia y control de la autoridad. El precio que saliese al mercado, fruto de esa intervención, era un "precio político" que se ajustaba, en principio, a los bolsillos de los consumidores. De ahí que se le conociera como precio justo o justiprecio, ya que beneficiaba al consumidor, a la vez contemplaba una ganancia proporcional al vendedor.

Este modelo mercantilista se mantuvo en Europa, también en Navarra, hasta las décadas bisagras de los siglos XVIII y XIX. Para entonces, la pujante burguesía había apostado por un tipo de economía ajena a toda injerencia del poder político, plenamente liberalizada y regida única y exclusivamente por un "orden natural". El mercado intervenido debía dar paso al libre mercado, ya que el capitalismo debía desarrollarse según el fundamento del "dejar hacer". Nada debía oponerse al funcionamiento espontáneo y natural de la economía, ni siquiera cuestiones tan delicadas como los abastos urbanos. Precisamente, buena parte del debate económico y, a la postre, político se planteó en el terreno de los precios. La pregunta era obligada: quién debía fijar el valor de las cosas, si la autoridad, como había hecho hasta entonces, o las fuerzas del mercado. Según los mentores de la nueva economía política, tan liberal como contraria a la vieja praxis intervencionista, el precio debía estar sujeto a la ley natural de la oferta y la demanda. Ambas variables encuentran siempre su equilibrio materializado en un valor, en el llamado precio de mercado. En consecuencia, la nueva lógica imponía, como así sucedió, la desaparición de los vínculos, de los monopolios, de los gremios o el final de la regulación artificial de los precios, es decir, de todo aquello que se había opuesto hasta entonces al funcionamiento espontáneo de la economía. Cada productor o vendedor en busca de su interés personal lograría implícitamente el beneficio social. El individuo se antepone a la comunidad, según el nuevo credo liberal, y la satisfacción de la colectividad pasaría primeramente por la satisfacción del individuo. La mano visible, como preconizase Adam Smith, debía acabar con la mano visible y previsible de la autoridad pública. En busca de su interés, el vendedor acudiría a la plaza a vender sus productos y competiría con otros vendedores; de esta competencia surgiría el abaratamiento de los precios, además de la mejora de la calidad de producto. Así, el oferente, incrementando sus ventas y ganancias, lograría beneficiar al consumidor en calidad y en precio. Qué razón de ser tenía en esta nueva lógica económica el rancio intervencionismo de siempre.

Sin embargo, las buenas intenciones del liberalismo económico quedaron en papel mojado en cada una de las crisis de subsistencias que jalonaron el siglo XIX y parte del XX. La mano invisible se mostraba incapaz de asegurar la certeza alimenticia de una población amenazada por la carestía, los precios altos y el hambre. La crisis de 1857, por ejemplo, puso en evidencia en Navarra la incapacidad del liberalismo para garantizar los niveles de aprovisionamiento de granos, al mismo tiempo que sirvió para destapar el tarro de las esencias de aquel viejo intervencionismo, en principio, sepultado. Buena prueba de esto es el grano que trajo de Holanda el Vínculo de Pamplona, por cierto el único pósito navarro que resistió a los envites del liberalismo. De hecho, y a pesar de los decretos liberalizadores, los ayuntamientos nunca olvidaron al consumidor y siempre velaron por los abastos en sus respectivos municipios.Sus políticas alimentarias dieron el giro obligado, tal y como lo exigían los preceptos liberales, pero a decir verdad nunca desaparecieron. Había que respetar los principios sagrados del liberalismo, salvaguardando la libertad de mercado y evitando la imposición de precios máximos, pero eso no impedía que en tiempos de carestías los ayuntamientos comprasen sus partidas de granos y vendiesen su pan a precios políticos. La cuestión era seguir dispensando la sombra sobre el consumidor urbano a través del acopio de grano, la fabricación y venta del pan. Cualquier cosa por garantizar la certidumbre alimenticia. Implícitamente, la compra de trigo favorecía el abaratamiento de los precios ante el aumento de las reservas frumentarias. No era, por ende, necesaria una intervención en el precio como se había hecho hasta entonces.

En cuanto a la demanda, los ayuntamientos tomaron también medidas para asegurar que el alimento llegase hasta los consumidores, sus consumidores. Habrá en primer lugar un control numérico de la demanda, a través de la formación de censos. Había que impedir que el pan quedase en manos de forasteros que lo pudieran sacar para su venta en otros municipios o de especuladores que pudieran entrar en el prohibido juego de las reventas. Puesto el pan municipal en circulación, había que hacer hasta lo imposible para que fuese consumido únicamente dentro del municipio. Es así como las ciudades y pueblos navarros se convirtieron en islas de abundancia artificial, ya que si bien había pan para unos, los de casa, quedaba prohibido para otros, los de fuera. Aumentando la oferta, regulando la demanda, no por precio sino por número, el alimento básico podía llegar a todos los hogares. Esta fue la nueva lógica imperante.

Para terminar, no hace falta insistir que la libertad de mercado y el mercado intervenido fueron anverso y reverso de la misma moneda. Una contradicción que se mantuvo hasta la segunda mitad del siglo XX, en que se recrudeció el intervencionismo público, esta vez, procedente del gobierno central. En todas las provincias, y por decreto real, se crearon las Juntas Provinciales de Subsistencias presididas, no ya por alcaldes, sino por gobernadores civiles, a la postre representantes directos del gobierno. Estas juntas se encargaron de imponer de nuevo tasas a los artículos de primera necesidad, de controlar las reservas alimenticias y de velar por cuestiones relativas a los abastos como el fraude o la salubridad de los alimentos. La fuerte presión obrera, especialmente sensible a las fluctuaciones de los precios, provocó el retorno a las prácticas intervencionistas de siempre. No en vano, garantizar la certidumbre alimenticia a la población fue siempre un eficaz recurso para evitar, o cuando menos menguar, conflictos sociales. En el fondo, el control político sobre el abasto fue el precio que la autoridad tuvo que pagar por preservar la tranquilidad pública.

Carlos Sola Ayape es Doctor en Historia por la Universidad Pública de Navarra y en la actualidad profesor universitario de "Historia Mundial Contemporánea" y "Valores Socioculturales en el Mundo" en el Departamento de Humanidades y Derecho del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (Campus Ciudad de México).
Es además:
Premio de Investigación Histórica "Los Sitios de Zaragoza" (año 1988),
Premio Extraordinario de Licenciatura (año 1991) y
Premio de Investigación "Enrique de Albret" (años 1998
y 1999).


Carlos Sola Ayape, Doctor en Historia


Euskonews & Media 63.zbk (2000/1/21-28)


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