Una primera consideración indica
que Filosofía y Tragedia son dos universos de discurso
solidarios y acaso co-incidentes. Ambos tienen en la Grecia clásica
su lugar de nacimiento; ambos alcanzan en la Grecia clásica
cumbres de profundidad y prestigio. Efectivamente, en esa época
dorada, en la "era clásica de los griegos",
arraigan ciertas formas de gestión política que
todavía nos inspiran : de allí deriva el nombre
y quizá el brillo de la democracia. En esa época
dorada, la conjunción y el conflicto entre mythos
y logos arroja como resultado y fruto permanente la gran tragedia
ática (vinculada para siempre a los nombres de Esquilo,
Sófocles y Eurípides) y el discurso filosófico
que todavía nos nutre (Sócrates, Platón,
Aristóteles).
No cabe duda de que
las mencionadas técnicas discursivas -tragedia y filosofía-
tienen una genealogía, una historia que las remite al
prestigioso ejercicio de la palabra que fue la antecedente epopeya
homérica. Tampoco cabe duda de que constituyen un novum,
de que se erigen en novedad significativa. Dos nuevas formas
de ejercer el ministerio de la palabra, dos nuevas formas de
articular afecto y pensamiento, de establecer relaciones de sentido
entre el hombre, la naturaleza y los dioses.
Hay más, sin duda. Hay
más derivaciones del logos que han sido masivamente
censadas y que han de ser comparadas con las que aquí
privilegiamos: la investigación histórica, por
ejemplo, a la que el Occidente que nos contiene ha sido tan fiel
: la recopilación y el recuento de los acontecimientos
pasados "para que no caigan en el olvido". Y la comedia:
ese distanciamiento irónico, solidario e la tragedia y
acaso sureflejo perverso; ese distanciamiento irónico
que tiene en Aristófanes su profeta.
Si aquí destacamos tragedia
y filosofía como formas eminentes de discurso es más
por su historia efectual ; por el hecho de que un tardío
redescubrimiento las sitúa en la modernidad y establece
entre ellas un diálogo que aún no cesa.
Fue el romanticismo el que profundizó
en el secreto de la tragedia. Fue el romanticismo el que descubrió
en la tragedia ática las ruinas de un mensaje intemporal
: el que descontextualizó la forma- tragedia para volcarse
en la interpretación de un contenido presuntamente ajeno
al espacio y al tiempo.
Hölderlin, Schelling y Hegel
desvelaron para nosotros lo que la tragedia tiene de pensamiento
esencial. Y Nietzsche, en su primera gran obra El nacimiento
de la tragedia instaló a esta última en el
centro del pensar que todavía nos es contemporáneo.
Hemos heredado ese pensamiento
ancestral y pretendemos hacerlo presente aun cuando han desparecido
las condiciones de su posibilidad.
Los griegos vivían en la proximidad de
la naturaleza y al cobijo de sus dioses. La naturaleza no era
concebida, pensada y sentida como objeto, como algo distanciado
del hombre-sujeto. La naturaleza era fysis, crecimiento
y surgimiento, movimiento y fuerza vital. Era, como el famoso
mana de las tibus polinesias, una palabra débilmente
conceptualizada, una palabra cuyo significado eminente alcanzaba
a la realidad toda en su devenir, en su surgir, permanecer y
perecer. También los dioses se hallaban en la proximidad
de lo humano: eran su excedente de sentido, de virtud y también
de delito. Los dioses de la mitología griega nos sorprenden
hoy con (y por) su forma humana -demasiado humana- por sus debilidades
y sus pasiones, por su comportamiento ajeno a la majestad de
"lo absolutamente otro". Pero es que esa alteridad
máxima, esa versión de lo sagrado que es propia
de la modernidad, no es compatiblecon el mundo griego: ni con
su filosofía ni con su tragedia (y tampoco, evidentemente,
con su comedia, su política y su historia).
Nuestra época, la modernidad
en sus postrimerías, sólo puede concebir como objetos
a la naturaleza y a lo sagrado. Ha establecido para con ellos
un "pacto analítico", una distancia que los
mantiene en la permanente tesitura de ser observados, manipulados,
acaso dominados.
En el mundo griego hay una continuidad
traumática: el hombre se sabe perteneciente al cosmos:
a un orden del que los dioses y la naturaleza forman parte. Simultáneamente
se sabe impertinente: sabe que su pertenecia al orden
natural está matizada por la razón y la palabra;
sabe que su sociedad propia no es la sociedad divina.
De ahí que la tragedia
sea la memoria de una escisión sentida como tal y como
próxima: como propia. De ahí que la tragedia sea
la expresión de una herida, de un trauma. El griego expresa
en ella su condición de exiliado con respecto a la naturaleza
y a los
dioses: a dos ámbitos cuya presencia, sin embargo, se
percibe, se siente.
La lectura romántica -que
todavía nos inspira- rescata la tragedia en un paisaje
hostil: en tiempos mezquinos, en tiempos de penuria, como dice
Hölderlin. En la modernidad los dioses y la naturaleza no
son ya presencias reales. Son objeto: lo que está frente
o contra el sujeto, lo que está decididamente alejado.
En la modernidad la tragedia
es nostalgia. No descubre el hiato o la herida entre dos presencias
reales. Desvela la inminencia de la ausencia.
Pensar lo trágico en la
modernidad entraña la obligación de confrontarse
con esa ausencia, con eso sin figura, acaso sin nombre que se
nos revela en su ocultación como lo "absolutamente
otro", con eso que nos convoca y que no comparece, que es
objeto de deseo y ocasión de espera, con eso que constituye
nuestro límite y que se erige en símbolo de nuestra
finitud.
Patxi Lanceros, Profesor
de Filosofía de la Universidad de Deusto (Bilbao) |