El Gugu se
puede ver como el edificio ejemplar del Gobierno Vasco moderno.
Es su propio 'museo estatal'. Aunque se gasta muchísimo
en construirlo y se gasta bastante cada año en mantenerlo,
es generalmente visto como un éxito tremendo. ¿Por
qué?
El Gobierno Vasco ha invertido
tanto dinero porque el Gugu es un componente central de su estrategia
para revitalizar la ciudad:
(1) para ayudar en su intento de dar una nueva imagen
a Bilbao como un centro europeo de servicios comerciales que
podría atraer a industriales y hombres de negocios, y
(2) para poder presentar la ciudad como un centro de alta
cultura, que podría atraer turistas llamados 'de calidad'.
Cuando el Gobierno Vasco reveló
sus planes en 1991, una coordinadora, 'Kultur Kezka', se formó
rapidamente en oposición. Para sus miembros, el proyecto
era efectivamente una manera de denigrar la cultura vasca, de
invertir dinero público en algo importado en lugar de
dar apoyo a iniciativas locales. El escultor Oteiza lo clasificó
como 'totalmente anti-vasco'; otro crítico lo llamó
'una manera de entumbar la identidad vasca'. Para otros, era
un ejemplo de la 'cultura del espectáculo', donde la cultura
se trata, no como una fuente de creatividad y dinamismo, sino
como un artículo altamente rentable que da un prestigio
falso a su vendedor. Ellos se oponían a la explotación
comercialmente cínica de la cultura: lo que se llama 'el
negocio del ocio'.
Porque 'el producto' venía
de los Estados Unidos, algunos críticos lo veían
como un caso más de la 'Coca-colonización' de una
cultura no-americana por fuerzas americanas. Fue un ejemplo del
'neo-imperialismo americano' donde la Fundación Guggenheim
de Nueva York estaba alquilando su prestigio (a un precio muy
alto) como si fuera una marca, y manipulando sus cuadros, no
como una colección que debe ser conservada, sino como
acciones en el mercado mundial del arte. Para ellos, el Gugu
no sería un sitio para contemplar visiones estéticas,
solamente la sucursal de este negocio americano.
Se puede decir que los artistas
que mantenían esta postura tan crítica del entonces
proyecto estaban intentando defender o reforzar una concepción
decimonónica del arte, donde el arte existía completamente
separado del mundo económico normal. En este sentido querían
mantener una idea del artista que vivía solamente por
y para su arte, que no pensaba en dinero ni cultivaba motivos
económicos. Es como si el contacto con el dinero 'contaminara'
a un artista, como si él tuviera que mantenerse puro,
sin tocar monedas sucias. Claro que esto es una mistificación
del mundillo artístico para sus propios intereses: al
disociarse del dinero, los artistas pueden otorgarse (y persuadir
a los demás de otorgarles) un prestigio cultural elevado,
que se no puede medir por dinero. A la vez, si los artistas no
eran una parte normal de la vida económica, entonces los
precios para sus cuadros no debían seguir las reglas normales
de mercados. Sus precios serían fijados por criterios
'culturales' más que por criterios financieros.
Se puede decir algo semejante
sobre los que criticaban al traslado de piezas de la colección
Guggenheim de uno de sus museos a otro: esta idea de que una
colección se debe mantener físicamente en el mismo
sitio, dentro del mismo edificio, es tratar a un conjunto de
cuadros como si compusiera lo que llamo yo 'una integridad sagrada'.
Es como si un conjunto de piezas, una vez amontonadas por una
persona por sus razones particulares y dadas el nombre colectivo
de 'una colección' o 'la colección de tal', no
pudiera ser tocado. Tienen que quedarse juntas, íntegras.
Este tipo de argumento se puede clasificar como otro ejemplo
del intento de disociar el arte del mundo comercial. Para los
que defienden esto, vender un cuadro de una colección
sería como poner a la subasta un cáliz venerado;
y transportarlo de Nueva York a Bilbao sería como el intento
recién de trasladar la Virgen de Ujué a una exposición
del arte religioso en Madrid-los aldeanos de Ujué, un
pueblo navarro, se quejaron tanto del traslado amenazado que
la escultura sagrada se quedó en su sitio, en su iglesia.
De esta manera, y al seguir las
líneas de este estilo de argumento, se pueden ver los
artistas críticos del Gugu como muy conservardores culturalmente,
porque (pensando en sus propios intereses) quieren conservar
su condición especial, y a los políticos del Gobierno
Vasco como los revolucionarios, porque están preparados
para participar en la evolución del concepto del arte.
El arte siempre ha sido un negocio, de alguna manera. ¿Por
qué negar eso ahora?
Desde los años ochenta,
antropólogos e historiadores han hablado de 'la invención
de la tradición'. O sea, de la presentación de
costumbres modernas como si fueran tradiciones antiguas, por
razones político-culturales contemporáneas. Los
cuadros retratando a los vascos en un idilio rural mítico
es un ejemplo de eso. También algunos académicos
hablan estos días de 'la invención de la modernidad'.
O sea, la importación y adaptación de costumbres
nuevas de otros países para que los miembros de un pueblo
puedan decir que, aunque tienen una historia importante y tradiciones
espléndidas, también están tan modernos
como los de los países muy desarollados. La popularidad
del fútbol en Bilbao en las primeras décadas de
este siglo (cuando fue visto como algo casi escandaloso por muchos
bilbainos) sería un ejemplo de esto. Dado todo esto, el
Gugu se puede ver como un ejemplo de algo nuevo: 'la invención
de la supermodernidad' (o 'de la posmodernidad'). ¿Por
qué? Porque con el Gugu tal vez sea la primera vez que
los vascos pueden decir que no solamente son tan modernos como
los más modernos, sino que son más modernos. Por
primera vez los vascos se han puesto en la primera fila de la
vanguardia mundial. No siguiendo a nadie, sino estableciendo
un nuevo estandarte de lo que puede ser la modernidad más
moderna de nuestros días.
Hay que añadir que los
vascos solamente pueden vanagloriarse de eso a causa de la atención
prestada al Gugu por periodistas foráneos, especialmente
americanos. Han sido sus interés y alabanzas del edificio,
junto al número inesperadamente elevado de visitantes,
lo que ha legitimado la estimación vasca del Gugu como
un éxito. La inclusión del edificio en anuncios
de la prensa y de los canales de televisión foráneos,
y en la última película de James Bond, solamente
ha servido para confirmar el nivel de este éxito. En muy
poco tiempo, el Gugu ha llegado a ser un edificio emblemático
de la Bilbao moderna y la supermodernidad globalmente entendida.
El éxito del Gugu es sorprendente
porque no es un museo cualquiera. Normalmente un estado amontona
una colección o recibe una colección donada por
uno de sus ciudadanos y entonces (y solamente entonces) construye
un edificio como lugar para la exposición de la colección.
Los contenidos primero, después su caja. En contraste
total con este proceso normal, el Gugu se construyó primero
como caja; la colección llegará después.
Es verdad que, más de un año después de
su apertura, el Gugu aún tiene muy, muy poco en su colección
permanente, aunque tiene planes de adquirir más cuadros,
pero poco a poco.
Pero las cosas (caja y contenidos)
no son tan fáciles de separar. Hay bastante gente que
dice, y con mucha razón, que en este caso la caja es uno
de los contenidos, y además el contenido más importante
del conjunto. O sea, si la gente va allí para ver obras
de arte, la obra de arte más impresionante que van a ver
es el edificio en sí mismo. Exactamente lo mismo pasa
con el Museo Guggenheim de Nueva York: el edificio es tan impresionante,
tan espectacular, que sus contenidos se quedan en segundo plano.
En los dos casos, es como si fuera difícil apreciar bien
los cuadros y esculturas porque están encajonados en una
escultura arquitectónica más impresionante que
cualquiera de sus contenidos. Es revelador que la postal que
se vende mejor en la tienda del Gugu no es una reproducción
de un cuadro de Picasso o Matisse sino una foto del edificio.
El museo se utiliza como pasarela,
como lugar de fiestas, como telón de fondo para películas,
anuncios de perfume o coches, y videos de rock (p.e. Mariah Carey).
Cualquier persona importante que visita a Bilbao estos días
y sufre una entrevista con un periodista local tiene, a la hora
de tomarse una foto, que ponerse delante del edificio. Dados
estos usos no-tradicionales de este museo (y ¿quién
sabe?, tal vez habrá más), uno se puede preguntar
qué tipo de museo es el Gugu. No hay una respuesta concluyente
a esa pregunta. Y tal vez eso no sería mala cosa. Porque,
si el sentido y la significación del museo continua evolucionando,
podría servir como un estímulo para los bilbainos,
y para los vascos más generalmente, para un debate mantenido
sobre:
- ¿Qué es un museo? ¿Cuáles son sus
límites? ¿Cuáles son los límites
que debemos tolerar?
- ¿Qué es la cultura vasca? Mejor, ¿qué
son las culturas vascas? ¿Qué culturas vascas debemos
tener, queremos tener? ¿Cabe el Gugu dentro de estos debates?
Y si es así, ¿por qué? Y si no, ¿por
qué no?
De esta manera el Museo Guggenheim
Bilbao podría servir como una sacudida mucho mayor que
la imaginada por políticos vascos a la cultura vasca.
Tal vez, eso es el estandarte del éxito de tal tipo de
edificio: ser una fuente constante de debate y discusión.
Jeremy
MacClancy, profesor en la Oxford Brookes University.
E-mail: jmacclancy@brookes.ac.uk |