El
primitivo sentido de la fiesta, más allá de la simple
diversión, radicaría en la ejecución de una
serie de ritos relacionados con el tiempo, la caza o las deidades
a las que se honraba como defensoras de las cosechan, las familias
y la prosperidad de las comunidades. Así, en el esfuerzo
por calmar las indómitas fuerzas de la naturaleza se crearon
ceremonias cada vez más ricas y vistosas, con música,
danzas, recitados...
En este sentido, puede decirse
que la fiesta es una perfecta expresión de una concepción
cíclica de la existencia. El Universo parece describir
un perfecto círculo vital: el movimiento de la tierra alrededor
del sol, las estaciones del año, las fases de la luna...
El Tiempo parece mostrar todos los signos de circularidad que
se prolonga infinitamente, como el hombre durante milenios intuyó,
a pesar de que la "linealidad" se haya impuesto en las
sociedades modernas.
La cultura
cristiana logró implantarse adoptando las tradiciones paganas,
lo que llamamos sincretismo, y creó sus propias festividades
en coincidencia con el calendario solsticial: si los pueblos orientales
celebraban cada 25 de diciembre la gran Fiesta del Sol (solsticio
de invierno), en tales fechas instauró la Navidad; si en
el solsticio del verano tenían lugar las mayores celebraciones
regeneradoras, allí se ubicó la fiesta de San Juan.
Pero esta celebración posee además una serie de
características que la hacen, a nuestro entender, la fiesta,
antropológicamente hablando, más interesante del
calendario. La amplitud y riqueza de tradiciones que han sobrevivido
hasta hoy unidas a este período del año son enormes.
Repasemos algunas.
Se creía
que al amanecer del día de San Juan las aguas de infinidad
de fuentes, regatas y riachuelos estaban dotadas por unos momentos
de poderes especiales que con el cristianismo de dirían
"bendecidas"- para curar enfermedades cutáneas
y proteger a personas, animales o incluso bienes materiales rociados
con ellas, por lo que se guardaban en las casas como un bien preciado.
Lo mismo valía para el rocío que empapaba los campos
aquella mañana, de forma que se paseaba a los animales
y las personas desnudas se revolcaban en los eriales para quedar
protegidas durante el largo año.
La misma noche,
en muchos lugares, se plantaban en las entradas de las casas,
puertas y ventanas, ramas de árboles, generalmente de espino
albar, que se consideraba muy benéfico (según nos
contaron unos pastores, el origen de ellos está en que
un día de tormenta la Virgen María, con el Niño
Jesús entre sus brazos, se refugiaron bajo una de estas
plantas y a pesar de que cayeren terribles rayos en sus cercanías
ninguno alcanzó a la Sagrada Familia).
También
hoy se plantan en las plazas de los pueblos los famosos árboles
de San Juan, altos robles que en otro tiempo servían para
la defensa contra las temibles descargas eléctricas.
La costumbre
de erigir un árbol (producto de la madre naturaleza, la
tierra), que en algunas latitudes se hace el tres de mayo, día
de la Santa Cruz, por lo que se llama "el árbol de
Mayo" o "Mayo" simplemente, está extendida
en toda Europa. Recuerdo que en cierta ocasión pregunté
a algunos vecinos de San Vicente de Arana (Alava) - en donde aún
hoy se levanta el "mayo"- por la razón de su
vigencia, y me contestaron que un año que no lo levantaron
cayó un pedrisco que arruinó toda la cosecha. De
esto colegimos que se pone para protegerse de los elementos, del
pedrisco o... "por si acaso".
Otro ritual
de la nube del solsticio de verano en muchos pueblos de nuestra
Euskal Herria consistía en quemar las ramas de San Juan
del año anterior o ramas de laurel bendito, y con los tizones
aún encendidos recorrer las tierras propias, con sumo cuidado
de que no ardiera la mies, a fin de salvaguardar y favorecer el
desarrollo de las cosechas.
Así
entramos en el que en nuestros días es motivo central de
la fiesta: el fuego. Parece razonable que la preponderancia del
fuego en esa noche pueda tener una explicación muy simple:
al reunirse la comunidad para estos ritos, se encendía
un fuego con que iluminarse y cantar alrededor, divertirse saltando,
etc. Según esto, de aquí derivaría la costumbre
de encender hogueras en tal fecha.
Pero tampoco
podemos ignorar que el elemento fuego posee todas las virtudes
protectoras y regeneradoras que justifican los ritos del solsticio
de verano. A este respecto, el historiador rumano Mircea Eliade
subraya que no es otro el sentido de tales ceremonias rituales
que "una combustión, una anulación de los pecados
y de las faltas del individuo y de la comunidad en su conjunto,
y no una simple purificación", pues "la
regeneración es, como lo indica su nombre, un nuevo nacimiento".
¿No
es paradigma de esta "regeneración" el fuego
canicular de la llamada "Mágica Noche"?. Parece
simplista conformarse con la anterior explicación de "fuego
práctico".
Tenemos, pues,
cuatro elementos básicos en nuestro análisis: La
fecha del solsticio de verano; el culto al agua; el culto al fuego
y el culto al árbol.
Como han demostrado
ampliamente en sus trabajos D. José Miguel de Barandiarán
y D. Julio Caro Baroja, los antiguos habitantes de Euskal Herria
adoraban a los elementos de la naturaleza. Bajo otras formas,
queda en nuestros días un sustento cultural diáfano.
Aportaremos una selección de datos sobre el particular.
El culto al
árbol sagrado es universal, y lo encontramos ya entre los
egipcios y germanos. En Euskal Herria era el Malato de Luyando
(actual Araba), que señalaba el límite fronterizo
del Señorío de Vizcaya, amén del mítico
Arbol de Gernika. Aunque durante toda la Edad Media la curia eclesiástica
persiguió a sus adoradores, una vez más la Iglesia
terminó adoptando y sacralizando un signo del paganismo
contra el que ferozmente combatía. Todavía hoy cuanto
llega la Navidad (solsticio invernal) se colocan arboles decorados.
Del mismo modo,
el culto precristiano al luego fue incorporado por la iglesia
católica a través de las velas, la bendición
del fuego el Domingo de Pascua, la amenaza del infernal "fuego
eterno", el Espíritu Santo como "lengua de fuego"...
A ello colaborará la iconografía reforzando este
simbolismo, que parece restituir a las fuerzas divinas el fuego
que el entrañable Prometeo les arrebatara en el popular
mito griego.
E igual ocurre
con el agua. El bautizo de los cristianos se hace con agua, y
con agua se bendicen personas, animales, campos.... los manantiales
cercanos a los santuarios, tanto en los sencillos como el de San
Juan Iturri de Yanci, o los milagrosos como el de Lourdes.
En suma, todo
ello ilustra a las claras que la actual fiesta de San Juan reúne
una espléndida colección de ritos donde los elementos
de la naturaleza (agua, fuego, tierra), símbolos de los
viejos y los nuevos credos, nos acercan de forma peculiar al universo
teogónico de nuestros antepasados más remotos. Creo
que todo ello da pie para la reflexión cuando estemos ante
la hoguera.
Antxon Agirre Sorondo, miembro de
la sección de Antropología de Eusko Ikaskuntza |