Todo aquel que
se ha acercado a la Historia de la gran caza de brujas que convulsionó
buena parte de Europa y sus colonias de ultramar desde el siglo XV hasta
comienzos del XVIII, ya sea como autor o como lector, nunca habrá
dejado de preguntarse acerca del porqué de toda aquella mortífera
histeria.
Porqué o tal vez sería más exacto decir "cómo".
Cómo fue posible que llegara a suceder algo que desde nuestros descristianizados
y laicalizados ojos parece verdaderamente imposible.
La respuesta a esos interrogantes ha sido,
de manera casi invariable, que aquellas matanzas y persecuciones fueron
factibles porque la manera de ver y entender las cosas de las élites
religiosas y políticas que controlaban y dirigían aquella
sociedad exigían que así sucediese.
De ese modo, a partir del siglo XV, como se
ha señalado en todos los tratados sobre la brujería europea,
los obispos, magistrados, jueces, príncipes y reyes creyeron que
se había fraguado una procelosa conspiración compuesta por
miembros de esas sociedades que ellos regían, los cuales secretamente
habrían renegado de la religión cristiana, aliándose
con el diablo, haciendo toda clase de malignos esfuerzos -emponzoñar
cosechas, desatar tempestades, matar al ganado, provocar muertes fulminantes
e inesperadas y un largo etcétera- a fin de borrar de la faz de la
tierra todo vestigio del Evangelio de Cristo y lograr así que el
mundo pasase de las manos de Dios a las garras del diablo.
Espantosa posibilidad ésta que había que detener a cualquier
precio y por cualquier medio, ya se tratase de encarcelamientos masivos
o aplicación de crueles torturas a los sospechosos de estar en tratos
con el Maligno, o de numerosas y ejemplares ejecuciones en las hogueras
y horcas que se alzaron por doquier en todo el continente y parte de sus
posesiones coloniales.
En principio parece que nadie se ha planteado
jamás ninguna clase de dudas acerca de que ésa fuera la única
y principal razón por la cual se desató aquella especie de
locura a lo largo y ancho de Europa. En fin, casi podría decirse
que esta interpretación de las causas de la gran cacería de
brujas europea es poco menos que un axioma, por no emplear la fea palabra
"dogma".
Y así sería si exceptuáramos
al antropólogo estadounidense Marvin Harris el cual, como una gota
de tinta en medio de un plato de leche, planteaba en uno de sus más
populares ensayos que todo aquel terrorífico despliegue estuvo originado
por motivos mucho menos piadosos, como fueron el de salvaguardar el burdo
poder temporal y material que ostentaban aquellos jueces, magistrados, reyes
y obispos perseguidores de presuntos brujos aliados del príncipe
de las tinieblas. Poder que todos ellos sentían amenazado por las
revindicaciones de esas pobres gentes que casual y oportunamente acabaron
achicharradas en la hoguera o colgando de una soga.
Sin duda se trataba de una tesis sumamente
atractiva -quizás por su descarado espíritu de solitaria contradicción-
pero, por desgracia, no parecía contar con respaldo documental. Sin
embargo, ese aspecto podría haber cambiado drásticamente.
O al menos eso es lo que parecen indicar ciertos documentos conservados
en el archivo municipal de Irun y en el de la ciudad de Hondarribia casualmente
encontrados por el que estas líneas escribe en el curso de una de
sus investigaciones.
Impresión que, según creo, se
hace bien evidente en el caso de una querella presentada ante el tribunal
de la ciudad de Hondarribia en el año de 1702 por el marido de Catalina
de Argarate, en la que éste reprochaba a otros vecinos y vecinas
de Irun que anduvieran acusando a su mujer de ejercer actos de aquella diabólica
brujería que tanto parecía aterrorizar a los guardianes de
la fe cristiana en el resto de Europa.
El resultado de la misma, y de las indagaciones
que se hicieron acerca de todo esto, y que revelaron indicios sumamente
inquietantes sobre los avances que el Maligno y sus presuntos seguidores
realizaban en aquellas latitudes cuando menos desde el año de 1695,
fue, pese a todo, la más absoluta de las indiferencias.
A la vista de esa actitud se podría
creer que los magistrados de Hondarribia y sus subalternos de Irun no eran
sino unos precoces abanderados de la Ilustración que se avecinaba
en aquellas fechas iluminando el tenebroso paisaje de la Europa barroca
y liberándolo, entre otros muchos monstruos producidos por el sueño
de la Razón, de las absurdas creencias acerca de la brujería.
Pero, según revelan otros documentos
de esas mismas fechas, parece ser que lo que estuvo detrás de esa
serena indiferencia no fue esa nueva filosofía sino aquel espantoso
e interesado cinismo al que se refirió en su día Marvin Harris.
Al menos resulta bastante difícil no
interpretar las cosas desde ese punto de vista si reparamos en que los magistrados
hondarribiarras, según todos los indicios, sí creían
en el diablo y en su intervención en los asuntos humanos -como sus
colegas del resto de Europa- siempre y cuando esa creencia favoreció
directamente a sus intereses de dominio político.
En efecto, condenar a Catalina o a aquellas
que la acusaban y que a su vez fueron acusadas de los mismos delitos de
hechicería, no les iba a reportar nada en absoluto. Ni siquiera la
posibilidad de un mejor y mayor control de aquella sociedad por medio de
una epidemia de terror colectivo, pues desde comienzos del siglo XVII el
tribunal del Santo Oficio -la suprema autoridad de aquella época
en asuntos de ortodoxia religiosa- había desestimado la acusación
por brujería y ponía toda clase de trabas a los cazadores
de brujas que vivían dentro de su jurisdicción.
Por lo tanto, así las cosas -que duda cabe- no merecía la
pena continuar dando vueltas a aquel asunto. Por más que se dijera
que Catalina había deseado que el hijo recién nacido de una
de sus acusadoras hubiera muerto sin recibir el sacramento del bautismo
o que alguna de las personas que se presentaron a declarar en aquel proceso
mostrasen signos tan evidentes para la cultura europea de aquellas fechas
de estar en tratos con el príncipe de las tinieblas cómo el
resistirse, obstinadamente, a pronunciar el nombre de Dios y a poner la
mano sobre la señal de la cruz.
Sin embargo, cuando lo que se puso en juego fue el control político
de la parroquia de Nuestra Señora del Juncal en Irun, a través
del nombramiento de sacerdotes-conjuradores que por medio de un manual de
exorcismo debían desviar las nubes de tormenta supuestamente producidas
y dirigidas por el señor del Averno, vemos, quizás muy sorprendidos,
que esos mismos magistrados, tan indiferentes y despreocupados, recuperaban
con toda presteza una súbita y, a decir verdad, sospechosa fe en
la más que evidente existencia del Maligno, en sus terribles poderes
sobre el mundo y sus habitantes y, lógicamente, en la necesidad de
combatirlo por medio de aquellos santos sacerdotes y sus pre-ilustrados
rituales que remiten más en dirección a los reverendos Samuel
Parris y Cotton Mather de la Nueva Inglaterra de 1692 que hacía el
padre Feijoo.
Así pues, aunque Harris y sus teorías
viven en una más que sospechosa soledad -tal vez demasiada como para
tomárselas muy en serio- quizás debamos considerar, a la luz
de estas contundentes pruebas documentales, que pudieran ser más
que acertadas y que, por lo tanto, muy probablemente todavía no lo
sabemos todo acerca de la gran caza de brujas europea y menos aún
del cómo y el porqué aquella aterradora matanza llegó
a ser una atroz realidad.
Carlos Rilova, historiador |