Nuevos apuntes sobre la historia de la brujería
Carlos Rilova

Todo aquel que se ha acercado a la Historia de la gran caza de brujas que convulsionó buena parte de Europa y sus colonias de ultramar desde el siglo XV hasta comienzos del XVIII, ya sea como autor o como lector, nunca habrá dejado de preguntarse acerca del porqué de toda aquella mortífera histeria.
Porqué o tal vez sería más exacto decir "cómo". Cómo fue posible que llegara a suceder algo que desde nuestros descristianizados y laicalizados ojos parece verdaderamente imposible.

La respuesta a esos interrogantes ha sido, de manera casi invariable, que aquellas matanzas y persecuciones fueron factibles porque la manera de ver y entender las cosas de las élites religiosas y políticas que controlaban y dirigían aquella sociedad exigían que así sucediese.

De ese modo, a partir del siglo XV, como se ha señalado en todos los tratados sobre la brujería europea, los obispos, magistrados, jueces, príncipes y reyes creyeron que se había fraguado una procelosa conspiración compuesta por miembros de esas sociedades que ellos regían, los cuales secretamente habrían renegado de la religión cristiana, aliándose con el diablo, haciendo toda clase de malignos esfuerzos -emponzoñar cosechas, desatar tempestades, matar al ganado, provocar muertes fulminantes e inesperadas y un largo etcétera- a fin de borrar de la faz de la tierra todo vestigio del Evangelio de Cristo y lograr así que el mundo pasase de las manos de Dios a las garras del diablo.
Espantosa posibilidad ésta que había que detener a cualquier precio y por cualquier medio, ya se tratase de encarcelamientos masivos o aplicación de crueles torturas a los sospechosos de estar en tratos con el Maligno, o de numerosas y ejemplares ejecuciones en las hogueras y horcas que se alzaron por doquier en todo el continente y parte de sus posesiones coloniales.

En principio parece que nadie se ha planteado jamás ninguna clase de dudas acerca de que ésa fuera la única y principal razón por la cual se desató aquella especie de locura a lo largo y ancho de Europa. En fin, casi podría decirse que esta interpretación de las causas de la gran cacería de brujas europea es poco menos que un axioma, por no emplear la fea palabra "dogma".

Y así sería si exceptuáramos al antropólogo estadounidense Marvin Harris el cual, como una gota de tinta en medio de un plato de leche, planteaba en uno de sus más populares ensayos que todo aquel terrorífico despliegue estuvo originado por motivos mucho menos piadosos, como fueron el de salvaguardar el burdo poder temporal y material que ostentaban aquellos jueces, magistrados, reyes y obispos perseguidores de presuntos brujos aliados del príncipe de las tinieblas. Poder que todos ellos sentían amenazado por las revindicaciones de esas pobres gentes que casual y oportunamente acabaron achicharradas en la hoguera o colgando de una soga.

Sin duda se trataba de una tesis sumamente atractiva -quizás por su descarado espíritu de solitaria contradicción- pero, por desgracia, no parecía contar con respaldo documental. Sin embargo, ese aspecto podría haber cambiado drásticamente. O al menos eso es lo que parecen indicar ciertos documentos conservados en el archivo municipal de Irun y en el de la ciudad de Hondarribia casualmente encontrados por el que estas líneas escribe en el curso de una de sus investigaciones.

Impresión que, según creo, se hace bien evidente en el caso de una querella presentada ante el tribunal de la ciudad de Hondarribia en el año de 1702 por el marido de Catalina de Argarate, en la que éste reprochaba a otros vecinos y vecinas de Irun que anduvieran acusando a su mujer de ejercer actos de aquella diabólica brujería que tanto parecía aterrorizar a los guardianes de la fe cristiana en el resto de Europa.

El resultado de la misma, y de las indagaciones que se hicieron acerca de todo esto, y que revelaron indicios sumamente inquietantes sobre los avances que el Maligno y sus presuntos seguidores realizaban en aquellas latitudes cuando menos desde el año de 1695, fue, pese a todo, la más absoluta de las indiferencias.

A la vista de esa actitud se podría creer que los magistrados de Hondarribia y sus subalternos de Irun no eran sino unos precoces abanderados de la Ilustración que se avecinaba en aquellas fechas iluminando el tenebroso paisaje de la Europa barroca y liberándolo, entre otros muchos monstruos producidos por el sueño de la Razón, de las absurdas creencias acerca de la brujería.

Pero, según revelan otros documentos de esas mismas fechas, parece ser que lo que estuvo detrás de esa serena indiferencia no fue esa nueva filosofía sino aquel espantoso e interesado cinismo al que se refirió en su día Marvin Harris.

Al menos resulta bastante difícil no interpretar las cosas desde ese punto de vista si reparamos en que los magistrados hondarribiarras, según todos los indicios, sí creían en el diablo y en su intervención en los asuntos humanos -como sus colegas del resto de Europa- siempre y cuando esa creencia favoreció directamente a sus intereses de dominio político.

En efecto, condenar a Catalina o a aquellas que la acusaban y que a su vez fueron acusadas de los mismos delitos de hechicería, no les iba a reportar nada en absoluto. Ni siquiera la posibilidad de un mejor y mayor control de aquella sociedad por medio de una epidemia de terror colectivo, pues desde comienzos del siglo XVII el tribunal del Santo Oficio -la suprema autoridad de aquella época en asuntos de ortodoxia religiosa- había desestimado la acusación por brujería y ponía toda clase de trabas a los cazadores de brujas que vivían dentro de su jurisdicción.
Por lo tanto, así las cosas -que duda cabe- no merecía la pena continuar dando vueltas a aquel asunto. Por más que se dijera que Catalina había deseado que el hijo recién nacido de una de sus acusadoras hubiera muerto sin recibir el sacramento del bautismo o que alguna de las personas que se presentaron a declarar en aquel proceso mostrasen signos tan evidentes para la cultura europea de aquellas fechas de estar en tratos con el príncipe de las tinieblas cómo el resistirse, obstinadamente, a pronunciar el nombre de Dios y a poner la mano sobre la señal de la cruz.
Sin embargo, cuando lo que se puso en juego fue el control político de la parroquia de Nuestra Señora del Juncal en Irun, a través del nombramiento de sacerdotes-conjuradores que por medio de un manual de exorcismo debían desviar las nubes de tormenta supuestamente producidas y dirigidas por el señor del Averno, vemos, quizás muy sorprendidos, que esos mismos magistrados, tan indiferentes y despreocupados, recuperaban con toda presteza una súbita y, a decir verdad, sospechosa fe en la más que evidente existencia del Maligno, en sus terribles poderes sobre el mundo y sus habitantes y, lógicamente, en la necesidad de combatirlo por medio de aquellos santos sacerdotes y sus pre-ilustrados rituales que remiten más en dirección a los reverendos Samuel Parris y Cotton Mather de la Nueva Inglaterra de 1692 que hacía el padre Feijoo.

Así pues, aunque Harris y sus teorías viven en una más que sospechosa soledad -tal vez demasiada como para tomárselas muy en serio- quizás debamos considerar, a la luz de estas contundentes pruebas documentales, que pudieran ser más que acertadas y que, por lo tanto, muy probablemente todavía no lo sabemos todo acerca de la gran caza de brujas europea y menos aún del cómo y el porqué aquella aterradora matanza llegó a ser una atroz realidad.


Carlos Rilova, historiador
 


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