Estamos viendo
emerger, por primera vez desde Carlomagno, una Europa institucional unificada.
Los traumas del siglo XX, y entre ellos dos espantosas guerras mundiales
desarrolladas en suelo europeo, las consecuencias de una política
bipolar y su espectacular hundimiento con el imperio soviético, han
propiciado el avance hacia el foco político europeo.
Son, sin embargo, demasiadas las incógnitas
que rodean al proceso en marcha. El avance se está realizando a través
de una yuxtaposición de Estados que acuerdan ceder importantes parcelas
de soberanía a las instituciones comunitarias, en la dirección
de una previsible confederación superior. Los ciudadanos asisten
como convidados de piedra a un proceso que les interesa pero que no parece
concernirles, salvo en cuanto entra en juego la conflictiva cuestión
de "la subvencionería" europea; o se les llama a elegir
diputados de un lejano parlamento.
¿Qué decir de las realidades
infraterritoriales que pueden recibir un nombre genérico de Región?.
Aquí, la visión europea -de sus sujetos políticos protagonistas-,
denota una cierta miopía: la región está bien como
nivel de apreciación económica, pero es desechable si se trata
de situarlas a niveles parejos a los Estados. Parece que su involucración
participativa en las políticas e instituciones europeas es un dato
positivo, digno de apoyo, pero en estricta subordinación al papel
esencial de los Estados miembros.
Naturalmente que hay Estados y Estados en Europa. Desde la República
Federal de Alemania hasta la siempre jacobina Francia, hay un espacio amplio
que va desde proporcionar cierta importancia al hecho regional hasta un
práctico desconocimiento. Demasiada heterogeneidad para que las instituciones
europeas admitan un mínimo de intensidad en la acción regional,
que queda relegada a la voluntad libre, y esta vez sí soberana, de
los Estados que conforman la Unión Europea.
¿Que decir de una realidad, también
extremadamente heterogénea, como es la actual Euskal Herria y su
posible lugar bajo el sol europeo?. Es cierto que su papel de eje atlántico
y de bisagra entre dos Estados, así como sus infraestructuras portuarias
y de comunicación, sitúan al marco geográfico vasco
en un privilegiado lugar de lanzamiento, auspiciado por la soberanía
financiera de las Comunidades autónomas vascas de este lado de los
Pirineos. ¿Suficiente para reafirmar su sólido papel en Europa?
Ciertamente que no, puesto que son los dos Estados-nación entre cuyos
intersticios se mueve Euskal Herria quienes tienen toda la baraja en la
mano y se niegan a admitir más comparsas en el juego. La palma se
la lleva la República contigua, como lo demuestra su "democrática"
negativa a reconocer un simple departamento vasco.
Y sin embargo, la cohesión es el valor
preclaro en los presentes momentos. Europa, sin dejar de revalidar a los
Estados, avanza por la estimación de los territorios de alta cohesión
y de su reconocimiento como realidades a tener muy en cuenta. La economía,
el mercado, la libre competencia, así lo exigen. Pues bien, si conseguimos
alcanzar un grado de cohesión interterritorial acreditado, si plantamos
la pica, no en Flandes, sino en el mercado planetario, Euskal Herria presentará
su opción particularizada en el marco europeo. Lo que exige un claro
y notorio esfuerzo de voluntad política sintetizadora y de futuro.
Aquí entran en juego razones de supervivencia
política en un mar ciertamente proceloso. Tarea harto difícil,
puesto que ni el Estado español, ni menos todavía el francés,
parecen proclives a atender demandas de su interior, cara a la construcción
europea y al rol de los entes regionales en ese plano.
José Manuel Castells Arteche, Catedrático
de Derecho Administrativo |