
Esta semana se celebra la fiesta de Todos los Santos y la conmemoración
de los difuntos, por lo que es un buen momento para reflexionar un poco
sobre el RITO FUNERARIO EN EUSKAL HERRIA
Hoy hemos marginado de nuestra realidad la muerte, a tal punto que ha
quedado reducida a una idea, una abstracción o en el mejor de los
casos una "noticia" que nos informa de la ausencia de un ser que
hasta ayer estaba presente. Hoy la muerte acontece la mayoría de
las veces fuera de nuestra vista (al resguardo en centros hospitalarios)
y deja de ser como antaño un momento eminentemente familiar.
Existen varios trabajos publicados sobre la muerte, pero la obra cumbre
sobre el tema es sin duda Ritos funerarios en Vasconia, monumental volumen
de casi un millar de páginas en el que cristalizan las investigaciones
de un centenar de investigadores de todas los territorios y comarcas de
Euskal Herria. Como parte del gran Atlas Etnográfico de Vasconia,
que desde hace varios años promueve los grupos Etniker con apoyo
del Gobierno Vasco y el Gobierno de Navarra, y que constituye una experiencia
sin precedentes en los estudios antropológicos europeos, el tomo
sobre ritos funerarios se elaboró siguiendo la metodología
que estableciera José Miguel de Barandiarán, creador del proyecto
Etniker. En cualquier caso, resulta una obra imprescindible para todo aquel
que quiera conocer en profundidad las modalidades, variantes, evolución,
tradiciones y en general todo lo relacionado con el rito funerario en nuestro
país.
Con todo, considero que el "ritual de paso" en Euskal Herria
se ha caracterizado tradicionalmente por cuatro rasgos correspondientes
a otras tantas funciones sociales de primer orden: cumplir con la tradición,
servir de escaparate social, como actividad económica y manifestación
espiritual.
A. Cumplir con la tradición
El ritual mantiene todas las costumbres heredadas, debe ser ultraconservador
si quiere ser efectivo. Hasta el revolucionario simplificamiento de las
últimas décadas, durante generaciones sólo poco a poco
consiguieron introducirse modificaciones tanto en el ámbito doméstico
como en el eclesial.
B. Servir de escaparate social
La colocación de ofrendas a la vista y la importancia de las mismas,
las misas de difuntos y las consecuentes (como las Gregorianas, nada menos
que 40 oficios seguidos), los legajos testamentarios y mandas eclesiásticas,
la vestimenta de los difuntos, las pantagruélicas comidas en el luctuoso
hogar, los cortejos funerarios, las actuales ofrendas florales, la ostentosidad
de tumbas y panteones... Todo ello denota que la ceremonia fúnebre
se convierte en un fenomenal escaparate social.
En la apoteósica decoración de flores, tanto en el día
del entierro como en el de Todos los Santos, y aun en el tamaño de
las tumbas y su pomposidad se traduce hoy el dispendio que antiguamente
iba a parar a los gastos del banquete fúnebre, y a las mandas ofrecidas
a la iglesia.
Cambia el atrezzo de exhibición, los "signos" pero no
su finalidad: el escaparate, en definitiva la demostración de la
respetable situación de la familia en la jerarquía social.
Antaño las familias daban más importancia al funeral que al
matrimonio, por lo que era ocasión de mostrar todo el poder económico
o aparentar, y para ello se contrataban más curas, más monaguillos,
más músicos, coros, se alquilaban carruajes, ropas
todo
era cuestión de dinero.
Aunque tras la normativa litúrgica ordenada por el Concilio Vaticano
II, los ritos se han unificado y la iglesia celebra por igual y para todos
tanto matrimonios como funerales, es la gente quien marca y hace marcar
las diferencias (sin duda con menos incidencia en funerales por las connotaciones
peculiares del fenómeno de la muerte). Se siguen pagando a precios
desorbitados pequeñas parcelas en cementerios, panteones de lujo,
mucho mármol y grandes cantidades de flores. Es palpable pues, que
se han modificado -y si me apuran incluso atenuado en algunos aspectos-
las formas, pero la exhibición social permanece.
Otra modalidad de este mismo aspecto es el rito transformado en manifestación
política. Toda la humanidad ha usado la muerte como elemento de poder,
bien a efectos ejemplarizantes (el castigo), o bien estimulantes con el
fin de divulgar un modelo de comportamiento al servicio de una ideología
(la exaltación del héroe). La muerte de un militar, la de
un Papa, la de un político asesinado o la de un activista abatido,
es motivo para grandes exhibiciones de dolor. También aquí
el ritual funerario sirve muchas veces de altavoz y de escaparate social.
C. Actividad económica
Y como a río revuelto ganancia de pescadores, la vanidad social
beneficiaba a la Iglesia en forma de donativos, misas, mandas, ofrendas...
Desde la curia hasta el sacerdote, pasando por sacristanes, seroras e incluso
monaguillos y cereros que tenían así asegurado su trabajo,
todos ganaban con la febril necesidad de comprar los favores del cielo desde
la tierra o con el juego de las vanidades. Pero en la otra cara de la moneda,
las economías familiares sufrían, y por merecer la estima
de vivos y de muertos se sometían a menudo a desembolsos por encima
de sus posibilidades.
D. Manifestación espiritual
Se supone el factor primordial, pero en realidad es el más difícil
de analizar. ¿Pues dónde empieza y dónde termina la
religión, la fe y la esperanza de una vida inmortal en todo esto?
Dejaremos a sicólogos, filósofos y teólogos la tarea
de desbrozar el común impulso humano de trascender a la vida terrenal.
Y lo más curioso es que nosotros, hombres del crepúsculo
del milenio, aparentemente tan de vuelta de todo, hemos abandonado las arcaicas
concepciones de la muerte pero sin acabar de superarlas. Es decir, seguimos
anclados en una ideología del final de la vida alienante, como brillantemente
describiera Herbert Marcuse hace dos décadas: entre el estupor ciego
y un panegirismo hueco (si el compañero desaparecido es un militar,
las tropas con la banda de música; si alguien del mundo político,
banderas, cantos y manifestaciones; si un clérigo, funerales solemnísimos...),
más que nunca la muerte tiene un papel de gala en el Gran Teatro
del Mundo.
Pero al mismo tiempo, pragmáticamente, hemos hecho de la muerte
un elemento aséptico: no es que hayan quedado obsoletas las mortajas,
bulas, ofrendas, misas de aniversarios, toques de campana y caminos de muertos...
Es que ya casi nadie muere en casa sino en el hospital, lejos de su entorno;
no vemos al cadáver, pues pasa directamente del tanatorio al cementerio;
los funerales caen en desuso y los recordatorios se olvidaron; la incineración
gana cada día en adeptos, ya que ni imaginar queremos que nuestros
adorados cuerpos vayan a corromperse. Todo limpio, distante y ajeno, como
si el muerto fuera siempre el otro, y nuestra propia muerte irreal.
Sería una forma sabia de ver las cosas si subyaciera reflexión
o consciencia de algún tipo, o mejor si incluso hubiéramos
acabado por comprender que, como hace ya veinte siglos el gran Lucrecio
afirmara, la muerte "nada es y en nada nos afecta".
Valor social tiene todavía recordar a nuestros muertos y por eso
cada año, siempre el 1º de noviembre -y generalmente sólo
el 1º de noviembre- corremos a los cementerios cargados de flores para
dejar bien sentado que somos gente de bien, para que lo sepan nuestros vecinos
y tranquilizar nuestra conciencia, apagando así hasta doce meses
después los incendios de culpa y desconcierto ante ese fenómeno
natural que llamamos muerte y que nos resistimos a aceptar como lo que es:
parte de la aventura de nuestro existir.
Antxon Aguirre Sorondo, miembro
de la sección de Antropología de Eusko Ikaskuntza
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