Hasta hace bien poco, al pasar de tierras navarras a la Comunidad Autónoma
Vasca, solía hacer una breve parada en el pueblecito de Eguiraz para
dar un paseo alrededor del dolmen. Era algo así como un movimiento
reflejo de otros tiempos, en recuerdo de aquellas excursiones que realizábamos
a pie desde Salvatierra, a través del Puente Rojo, hasta Eguiraz.
Mi abuelo José María, ayudante de Don José Miguel Barandiarán
en la recopilación acerca del pastoreo y de las costumbres caseras
de Salvatierra, nos solía llevar a sus nietos hasta este dolmen,
seguramente con la esperanza de que nos asiéramos al espíritu
de nuestros antepasados.
Ahora, debido a la desviación de la carretera N-1 que cruzaba Eguiraz,
resulta más complicado detenerse en ese pueblo, de modo que el dolmen
-a pesar de que no volverá a recuperar la tranquilidad conocida durante
siglos- vivirá en adelante momentos más pacíficos,
libre de las incómodas estancias de marroquíes, portugueses
y visitantes como yo. Lo más destacable del arte paleolítico
de la prehistoria vasca es la arquitectura de los dólmenes. Arte
fundamental, evidentemente, sin precedentes en la cultura vasca. El mapa
que los dólmenes conforman en todo el País Vasco demuestran
claramente que en los Pirineos y sus alrededores se desarrolló con
gran intensidad, debiéndose interpretar su significado desde postulados
religiosos. En los funerales, en los entierros, siempre se denota un sentimiento
religioso, la voluntad popular. Pero no vayamos a creer que estos monumentos
llegaron a nosotros como si de una creación natural se tratara. No;
también en toda Europa hallamos modelos parecidos, y, una vez más,
queda probado que las relaciones humanas nacen de la oscura noche de la
historia.
En todas las civilizaciones antiguas, la piedra simboliza la casa de Dios,
del espíritu o de la energía; de la fuerza indomable para
ser más exactos. Las hileras de piedras (menhires) de la Sierra de
Encía, son semejantes a las existentes en la localidad francesa de
Carnac y en la británica Stonehenge. Desde antaño, científicos
del mundo entero se han volcado en descifrar el significado que encierran
esos monumentos de piedra, llegando en ocasiones a conclusiones verdaderamente
disparatadas, como si la investigación de lo desconocido autorizara
la insensatez.
Los dólmenes vascos, al igual que todos los demás, son monumentos
funerarios; es decir, tumbas construídas con anchas y grandes losas,
donde se enterraban los cuerpos. Según los expertos -hace tiempo
que Barandiarán escribió sobre ello-, el eje principal de
los dólmenes vascos está orientado del este hace el oeste,
de modo que la piedra de la entrada mira hacia el sol. Y mientras las cabezas
de los cadáveres que enterraban en los mismos se orientaban hacia
el este, sus pies señalaban el oeste. ¿Algún tipo de
veneración al sol? Es posible. Lo cierto es que este método
se mantuvo durante siglos entre nosotros, e incluso hoy día, en algunos
usos que se mantienen vivos, puede apreciarse ese respeto hacia el sol.
He ahí el ejemplo de la Carlina. El otro día, al pasear con
unos amigos por las calles de Elciego, tuve ocasión de contemplar
un bello ejemplar de carlina clavado en la puerta de una hermosa casa, y
todos hicimos la misma reflexión: que las costumbres poco saben de
fronteras geográficas.
Según se desprende de ciertos actos realizados en lugares sacros
como dólmenes y menhires, el espíritu divino era concebido
como un inmenso e intocable flujo que circulaba por la tierra y toda la
superficie. Parece ser que ese flujo se transmitía con el mero contacto,
y, por lo tanto, los humanos debían evitar tocarlo, para no caer
en manos de la divinidad enojada. Así, los druidas celtas tenían
en cuenta, además del fuego, del agua, del viento y de la tierra,
un quinto elemento (llamado nwyvre) que, según todas las apariencias,
tenía relación con algunas ondas vibratorias subterráneas
y flujos telúricos. ¡A saber!
Lo que sí sé es que la desviación de la N-1 me ha disminuído
la oportunidad de dar mágicas caminatas a través de mis selvas
mentales. La civilización, aún en contra de nuestra voluntad,
hace peligrar las sanas costumbres. Tengamos la suficiente fortaleza como
para poder mantenerlas.
Josemari Vélez de Mendizabal, escritor |