Un informe publicado por la concejalía
de la Vía Pública del Ayuntamiento de Barcelona
a mediados del año pasado ponía de manifiesto un
aumento considerable en los desplazamientos urbanos a pie. Tal
incremento en la costumbre de ir caminando a los sitios o de
abandonarse a los placeres del paseo se debe, sin duda, a la
intensificación de medidas municipales que en todas las
grandes ciudades disuaden del uso del automóvil, pero
también a la tendencia de barrios y ciudades a convertir
sus centros en auténticas superficies comerciales, destinadas
al ocio y al consumo de masas.
Este proceso de peatonalización
de la ciudad nos recuerda que esa figura cotidiana que vemos
agitarse constantemente de un lado para otro, a la que damos
en llamar el transeunte, hace algo más que andar.
Su modesto chino-chano es un acto profundamente poético,
una forma de escritura en que cada trayecto trazado es un relato,
una historia distinta, una siembra de memoria que hace de su
autor el fundamento de toda experiencia moderna de lo urbano,
es decir de la dimensión más intranquila y líquida
de la ciudad.
Pero, ¿quién es
en realidad ese desconocido, ese ser anónimo del que no
sabemos apenas nada más que lo que su indumentaria, su
rostro percibido en el brevísimo intervalo en que
lo contemplamos de reojo o el ritmo con el que se desplaza
nos sugieren? Sabemos que ha salido de algún lugar, pero
no sabemos de cuál. Es, pues, un ser sin origen. No sabemos
a dónde va ni qué se propone. Es, por tanto, un
ser sin destino ni función. Sabemos que, de hecho, está
"en otro sitio", en el sentido de que sus pensamientos
no están allí, sino seguramente lejos, "en
sus cosas". Es, por ello, un enigma. Pues bien, ese ser
de quien no se sabe casi nada es el auténtico rey y señor
de la sociedad democrática, que no se basa sino en ese
principio fundamental que le atribuye a sus miembros el derecho a circular sin ver interrumpido
ni obstaculizado su ir y venir, sin tener que justificarse ni
dar explicaciones, puesto que la calle es de todos. Es
la accesibilidad del espacio público lo que hace del transeunte
un ciudadano.
Esos caminantes que van de aquí
para allá, trazando diagramas aparentemente caprichosos,
constituyen la forma moderna por excelencia de sociedad. Esa
sociedad peripatética nunca aparece acabada, siempre está
haciéndose. Es una sociedad sin órganos ni estructuras,
que se organiza, se disuelve y se vuelve a organizar constantemente
a partir del pacto automático e instantáneo entre
miles de moléculas independientes. Sus componentes no
se hablan. Es más, si se abordan para preguntarse cualquier
cosa empiezan por disculparse «perdón, ¿me
podría indicar...?». No se miran, puesto que
la mirada fija de un desconocido, en la calle, sólo puede
anunciar una inminente agresión o el inicio de un
gran amor. No se tocan. Miles de personas circulando en
todas direcciones por espacios reducidos..., ¡y sin apenas
rozarse! Los miembros de esa colectividad perpetuamente en movimiento
acuerdan protegerse unos de otros mediante una fina capa de anonimato.
Se guardan mutua indiferencia, es decir mutuo respeto. A no ser,
claro está, que aparezca el mínimo motivo para
la solidaridad. Los socios de esa sociedad anónima
por antonomasia no se conocen, pero saben que en cualquier
momento pueden necesitarse.
No nos damos cuenta de ello,
pero la anarquía ya reina en las calles. En ellas se encarna
el viejo proyecto del comunismo libertario: la comunidad espontánea,
reducida a pautas integradoras mínimas, sin apenas coacciones,
disponible en todo momento para la ayuda mutua. No hay poder
totalitario que no viva obsesionado con las calles y con lo que
en ellas puede ocurrir en cualquier momento. Fraga Iribarne proclamó
un día "¡la calle es mía!",
porque sabía que la calle jamás sería suya.
De ahí la policía en las esquinas, las patrullas,
las cámaras, los espías camuflados. Todo poder
despótico sabe que la muchedumbre nómada que pulula
por los bulevares y por los centros comerciales es un cuerpo
opaco, un laberinto, un murmullo incomprensible. La calle es
el lugar de los paseos, pero también de las desobediencias,
de las insurrecciones, de las deserciones en masa.
He ahí al gran protagonista
del siglo: el hombre de la multitud, el viandante. He ahí
el enemigo a vigilar o a batir. Las dictaduras y las guerras
se han hecho contra él. Él fue el objeto de las
bombas sobre Guernika, Londres o Hiroshima. Él fue quién
derrotó al franquismo en las calles de Madrid, mantuvo
a raya a los nazis en París y a los soviéticos
en Praga. Él fue quien se desparramó por Barcelona
cuando la huelga de tranvías de 1951. Él es el
destinatario del coche-bomba terrorista y él fue el blanco
predilecto de los francotiradores en Sarajevo. De que no es nadie,
pero lo es todo, nos da idea esa imagen que dió la vuelta
al mundo el día despues de la masacre de Tianamen: un
hombre pequeño, sólo, sin nombre, con una bolsa
en la mano vendría «de compras»,
de pie, como clavado ante una poderosa columna de carros de combate,
detenida impotente ante el símbolo más estremecedor
y auténtico de la
democracia. Es verdad que sólo era un cuerpo. Pero, como
alguien dijo, nadie sabe lo que puede un cuerpo.
Manuel Delgado, profesor de la Universidad de Barcelona |