Elogio del viandante
* Traducción al español del original en euskera
Manuel Delgado

Un informe publicado por la concejalía de la Vía Pública del Ayuntamiento de Barcelona a mediados del año pasado ponía de manifiesto un aumento considerable en los desplazamientos urbanos a pie. Tal incremento en la costumbre de ir caminando a los sitios o de abandonarse a los placeres del paseo se debe, sin duda, a la intensificación de medidas municipales que en todas las grandes ciudades disuaden del uso del automóvil, pero también a la tendencia de barrios y ciudades a convertir sus centros en auténticas superficies comerciales, destinadas al ocio y al consumo de masas.

Este proceso de peatonalización de la ciudad nos recuerda que esa figura cotidiana que vemos agitarse constantemente de un lado para otro, a la que damos en llamar el transeunte, hace algo más que andar. Su modesto chino-chano es un acto profundamente poético, una forma de escritura en que cada trayecto trazado es un relato, una historia distinta, una siembra de memoria que hace de su autor el fundamento de toda experiencia moderna de lo urbano, es decir de la dimensión más intranquila y líquida de la ciudad.

Pero, ¿quién es en realidad ese desconocido, ese ser anónimo del que no sabemos apenas nada más que lo que su indumentaria, su rostro –percibido en el brevísimo intervalo en que lo contemplamos de reojo– o el ritmo con el que se desplaza nos sugieren? Sabemos que ha salido de algún lugar, pero no sabemos de cuál. Es, pues, un ser sin origen. No sabemos a dónde va ni qué se propone. Es, por tanto, un ser sin destino ni función. Sabemos que, de hecho, está "en otro sitio", en el sentido de que sus pensamientos no están allí, sino seguramente lejos, "en sus cosas". Es, por ello, un enigma. Pues bien, ese ser de quien no se sabe casi nada es el auténtico rey y señor de la sociedad democrática, que no se basa sino en ese principio fundamental que le atribuye a sus miembros el derecho a circular sin ver interrumpido ni obstaculizado su ir y venir, sin tener que justificarse ni dar explicaciones, puesto que la calle es de todos. Es la accesibilidad del espacio público lo que hace del transeunte un ciudadano.

Esos caminantes que van de aquí para allá, trazando diagramas aparentemente caprichosos, constituyen la forma moderna por excelencia de sociedad. Esa sociedad peripatética nunca aparece acabada, siempre está haciéndose. Es una sociedad sin órganos ni estructuras, que se organiza, se disuelve y se vuelve a organizar constantemente a partir del pacto automático e instantáneo entre miles de moléculas independientes. Sus componentes no se hablan. Es más, si se abordan para preguntarse cualquier cosa empiezan por disculparse –«perdón, ¿me podría indicar...?»–. No se miran, puesto que la mirada fija de un desconocido, en la calle, sólo puede anunciar una inminente agresión –o el inicio de un gran amor–. No se tocan. Miles de personas circulando en todas direcciones por espacios reducidos..., ¡y sin apenas rozarse! Los miembros de esa colectividad perpetuamente en movimiento acuerdan protegerse unos de otros mediante una fina capa de anonimato. Se guardan mutua indiferencia, es decir mutuo respeto. A no ser, claro está, que aparezca el mínimo motivo para la solidaridad. Los socios de esa sociedad anónima por antonomasia no se conocen, pero saben que en cualquier momento pueden necesitarse.

No nos damos cuenta de ello, pero la anarquía ya reina en las calles. En ellas se encarna el viejo proyecto del comunismo libertario: la comunidad espontánea, reducida a pautas integradoras mínimas, sin apenas coacciones, disponible en todo momento para la ayuda mutua. No hay poder totalitario que no viva obsesionado con las calles y con lo que en ellas puede ocurrir en cualquier momento. Fraga Iribarne proclamó un día "¡la calle es mía!", porque sabía que la calle jamás sería suya. De ahí la policía en las esquinas, las patrullas, las cámaras, los espías camuflados. Todo poder despótico sabe que la muchedumbre nómada que pulula por los bulevares y por los centros comerciales es un cuerpo opaco, un laberinto, un murmullo incomprensible. La calle es el lugar de los paseos, pero también de las desobediencias, de las insurrecciones, de las deserciones en masa.

He ahí al gran protagonista del siglo: el hombre de la multitud, el viandante. He ahí el enemigo a vigilar o a batir. Las dictaduras y las guerras se han hecho contra él. Él fue el objeto de las bombas sobre Guernika, Londres o Hiroshima. Él fue quién derrotó al franquismo en las calles de Madrid, mantuvo a raya a los nazis en París y a los soviéticos en Praga. Él fue quien se desparramó por Barcelona cuando la huelga de tranvías de 1951. Él es el destinatario del coche-bomba terrorista y él fue el blanco predilecto de los francotiradores en Sarajevo. De que no es nadie, pero lo es todo, nos da idea esa imagen que dió la vuelta al mundo el día despues de la masacre de Tianamen: un hombre pequeño, sólo, sin nombre, con una bolsa en la mano –vendría «de compras»–, de pie, como clavado ante una poderosa columna de carros de combate, detenida impotente ante el símbolo más estremecedor y auténtico de la democracia. Es verdad que sólo era un cuerpo. Pero, como alguien dijo, nadie sabe lo que puede un cuerpo.


Manuel Delgado, profesor de la Universidad de Barcelona

Euskonews & Media 68.zbk (2000/ 2-25 / 3-3)


Dohaneko harpidetza | Suscripción gratuita | Abonnement gratuit |
Free subscription


Aurreko Aleak | Números anteriores | Numéros Précedents |
Previous issues


Kredituak | Créditos | Crédits | Credits

Eusko Ikaskuntzaren Web Orria

webmaster@euskonews.com

Copyright © Eusko Ikaskuntza
All rights reserved